Damon Albarn brilló rodeado de un gran séquito en el Velódromo, que fue escenario de un concierto memorable

Hay algunas imágenes que resumen con cierta poesía este concierto. Una es la de Damon Albarn con los brazos elevados, las manos como garras dirigidas hacia el público, la lluvia cayendo y una pregunta que se repite como en loop: ¿somos las últimas almas vivientes? Otra es la de dos mujeres que se agarran de las manos, se miran y gritan porque el propio Albarn les acaba de pasar por al lado en «Kids With Guns», y hasta lo pudieron tocar. Y otra es la del adolescente alto que extiende los brazos a un cielo ya despejado, y pone toda su fuerza en la risa sarcástica de «Feel Good» que, en el escenario, están replicando los De La Soul.

El show que dio Gorillaz anoche en el Velódromo fue uno de esos acontecimientos inolvidables, el sueño cumplido de adolescentes y adultos que en los tempranos 2000 intentaban entender qué significaban las canciones de aquella banda de dibujitos que mezclaba rock con hip hop, electrónica y pop, y mucha influencia negra. Fue también la alegría incomparable de aquellos fanáticos que siguieron a la banda hasta la edición de su bailable Humanz (de este año) y fue, sobre todo, la oportunidad de ver un espectáculo completo, de varias capas y dimensiones y de primer nivel, para cerca de 10.000 personas.

Porque a Uruguay no vienen sólo artistas en el ocaso de su carrera, es hora de que los detractores se vayan enterando.
A las 20.00, la banda Atlas que entre otros integran Martín Rivero (el cantante del colectivo Campo) rompió el silencio de un Velódromo que empezó a llenarse desde temprano, pero que no estuvo atestado. Había espacio para bailar y eso, con el posterior condimento de la lluvia, estuvo muy bueno. Después le tocó a Juana Molina que en formato trío y a un volumen alto, dio una muestra contundente de su interesante propuesta de capas y de mucho ingenio. Ninguno de los dos pudo completar el set planeado (el tiempo que tenían se respetó a rajatabla), y aunque lograron conectar con una parte del público, la mayoría estaba concentrado en lo que vendría un rato después.

Pasadas las 22.00 y ya con la lluvia cayendo sobre el Velódromo, las animaciones de Jamie Hewlett coparon la pantalla principal del escenario, y Damon Albarn y los suyos (una base estable de bajista —el carismático Seye Adelekan—, guitarrista, tecladista, baterista, percusionista y seis coristas) empezaron a hacer su propia fiesta.

Desde entonces, lo que pasó en el escenario fue tanto y tan variado, que uno termina con la sensación de que Gorillaz es una fantasía de Albarn, que bajó a tierra con un montón de colaboradores (el desfile de invitados fue largo y bueno) y que combina un montón de realidades, desde esa cosa naif e infantil que logra cuando toca la melódica, hasta la oscuridad de «Sex Murder Party» con Jamie Principle y Zebra Katz, pasando por la visión apocalíptica, la pista de baile, el rock casi psicodélico y el punk, y paisajes plenamente cálidos en los que tiene lugar la guitarra acústica o el coro gospel, como el que cerró el concierto.

A toda esa información, un público más heterogéneo de lo esperado la podía procesar como quería. Estaban los que se entregaban al baile en solitario, los que saltaban sin parar, los que se dedicaban a mirar los visuales y los que no dejábamos de sorprendernos con Albarn, un frontman como pocos. El británico tiene un nivel de relajación tal sobre el escenario que da la sensación de que así se mueve en el ensayo, cantando con amigos o ante una multitud que lo admira profundamente.

A eso se le suma que es un gran cantante (con y sin efectos), pero uno sin pretensión alguna. No hay pose ni en su canto, ni en su baile, ni en la sonrisa que regala constantemente ni en la arenga; y si la hay, no es más que la de un tipo bueno del que da ganas de ser amigo. Su único gesto rockstar de la noche fue cuando en «Kids With Guns», bajó a cantar entre la gente como acostumbra a hacer en sus presentaciones.

Fuente: El País

Foto: Twitter Damon Albarn