En Médicos Sin Fronteras le tocó ser testigo de todo tipo de violencia

Víctor Píriz (50) todavía se acuerda cuando aquel niño guatemalteco llegó al albergue de Médicos Sin Fronteras en México. A los padres del chiquilín los habían matado y a él lo habían forzado a bajarse de un tren, desde donde cayó y se fracturó dos vértebras. El niño trataba de llegar a Estados Unidos, un sueño que debía cumplir solo a pesar de ser menor de edad. La Policía lo encontró, lo llevó al hospedaje como si fuera ganado y los médicos lo recibieron sin poder caminar. Lo que más marcó a Píriz fue la sonrisa de aquel niño guatemalteco, que no se borró ni siquiera en los momentos de mayor dolor.

El equipo de Médicos Sin Fronteras lo trató durante seis meses para que pudiera volver a caminar. También lo atendió un grupo de psicólogos y de asistentes sociales que intentaron curar el sufrimiento que había calado por dentro a partir de la muerte repentina de sus padres. Todos los días, a toda hora, los médicos y el niño compartían todo. Hasta que un buen día se recuperó y estuvo listo para continuar el viaje hacia Estados Unidos. Ningún integrante del equipo sabe si llegó.

Píriz acumula historias así. Nació en Uruguay y estudió en la Facultad de Medicina de la Universidad de la República (Udelar), pero en 2004 decidió cambiar su vida y postularse para Médicos Sin Fronteras. Después de un proceso de selección, viajó a Barcelona a formarse y luego lo trasladaron a una de las misiones en Ecuador. Su familia quedó en Montevideo y él viajó solo, pero siempre recibió apoyo de sus seres queridos. Su padre le pedía que no hablara tanto, que hiciera. Él trata de cumplirlo.

Viajó por todo el mundo. Su español ya no es tan uruguayo como antes, acumula acentos de distintos lugares. En su charla se mezclan palabras en inglés, sobre todo porque al hablar de su trabajo está acostumbrado a usar ese idioma. También maneja el portugués y el italiano, que los aprendió de grande. No habla de política durante la entrevista y quiere que algo quede claro: Médicos Sin Fronteras es una organización humanitaria profesional. «Se puede vivir de esto, es un trabajo. Es una opción más para los recibidos que tengan vocación por los demás», agrega.

Hay seis uruguayos trabajando en Médicos Sin Fronteras. Píriz es el único que en este momento está en Uruguay y hay otros que en los últimos años no volvieron al país. Él trabaja acá y allá; en agosto se fue a Bangladés y en diciembre volvió. En los últimos 14 años participó en proyectos en Ecuador, Kenia, Uganda, Somalia, México y Turquía. Y si tuviera que armar el bolso y viajar mañana, elegiría una misión en Venezuela.

La piedad y la indiferencia
El destino más desafiante fue Turquía. Dice que Estambul es como si fuera una capital europea más, pero los casos que recibió en esa ciudad y la coordinación de recursos humanos que tuvo que poner en práctica lo llevaron al límite. Allí trabajaba en un centro que atendía a personas que habían sido torturadas o sometidas a violencia extrema. Píriz prefiere no ahondar en los tipos de heridas o secuelas que trató, pero aclara que vio «de todo». A ese lugar llegaba gente de Medio Oriente –sobre todo de Siria– que escapaba con la intención de refugiarse en Europa.

Cuenta que un par de veces se puso a llorar. En Bangladés vio a una mujer desesperada, que no paraba de gritar. La señora había escapado de Myanmar, un país de mayoría budista en el que se persigue a los musulmanes. El gobierno mató a su esposo frente a ella y cuando trató de escapar con sus tres hijos, el barco se dio vuelta y murieron las dos niñas. «En 48 horas sufrió una pérdida masiva, la mujer llegó sola al campamento con su hijo. No podía más», recuerda Píriz. Lo primero que hicieron fue calmarla, ofrecerle un té y escucharla. Al otro día siguió su viaje hacia la ciudad donde pensaba refugiarse. Tampoco supieron qué pasó con ella.

Médicos Sin Fronteras se instala en comunidades donde hay poblaciones en riesgo, víctimas de desastres naturales y de conflictos armados. El peligro forma parte del trabajo, por lo que los protocolos de seguridad tienen que seguirse al pie de la letra. Casi no hay teléfonos fijos, no pueden dar demasiados datos personales y tienen que respetar los toques de queda del lugar donde estén trabajando. La organización brinda atención psicológica a sus profesionales porque están expuestos a situaciones extremas todo el tiempo; hubo casos de secuestro y de muertes repentinas en los viajes. Píriz dice que nunca tuvo miedo.

La pregunta natural que surge durante la entrevista es por qué decide viajar a los lugares de los que la gente se escapa. El médico responde que le duele la injusticia, sin importar en qué lugar del mapa esté. «No entiendo cómo podemos ser indiferentes ante la muerte de niños, de adultos. Lo que trato de hacer es usar mis herramientas –que tampoco son tantas– al servicio de los demás. Yo sé hacer esto, pero cada uno puede ayudar desde su lugar», contesta.

La organización se sustenta a base de donaciones: en todo el mundo hay más de 6 millones de personas que contribuyen todos los meses. Píriz afirma que la independencia económica les permite instalarse en cualquier país, porque no dependen de la ayuda de los gobiernos para brindarle atención médica a la gente que la necesita. Médicos Sin Fronteras no toma partido en los conflictos armados, tiene total control sobre sus fondos y prioriza a los pacientes según criterios asistenciales.

Píriz extraña a su familia y amigos cuando está de viaje. Si bien pasa mucho tiempo afuera, cree que todavía es «el más uruguayo de todos». Termina el café, se despide y cita a unos indios de Formosa antes de irse: «El lugar que me vio nacer me verá morir», dice y saluda con dos besos al salir.

Fuente: El Observador