Juan José Calvo estuvo cinco semanas como coordinador humanitario de ONU.

No fue el ruido ensordecedor de los misiles ni los motores de reacción de los caza, lo que despertó a Juan José Calvo en la madrugada del 14 de abril. Fue la luz que se colaba por la ventana y que proyectaba unas imágenes fantasmagóricas en la pared de su habitación, en un hotel en pleno Damasco. Con la curiosidad que generan los desvelos, entre sueño y sueño, se asomó al vidrio, corrió la cortina y se quedó contemplando aquellos fogonazos, como quien observa atontado un videojuego.

En su celular comenzaron a caer un montón de mensajes. Algunos eran de sus amigos en Uruguay, esos que estudiaron Economía con él en el final de la dictadura y que se iban enterando de la noticia por la televisión internacional. Otros eran del jefe de seguridad de la delegación de Naciones Unidas, de la que Calvo formaba parte. Una de las comunicaciones fue contundente: —Gather your belongings for evacuation (apronte sus pertenencias para la evacuación).

Calvo reunió su mochila, la linterna, el agua, las botas y el chaleco azul de identificación del Fondo de Población de la ONU. Esperó, esperó y… al final no tuvo que salir del hotel.

En siete años, la guerra siria ha dejado 470 mil muertos; 13 millones de desplazados y tres millones de personas (sí, la población entera de Uruguay) en estado de emergencia.

—¿Tuvo miedo?

—Para nada. A lo sumo tuve algún sobresalto. A veces estaba concentrado (en la oficina humanitaria que quedaba a 15 minutos del hotel) y de repente temblaban los vidrios. Nos mirábamos entre todos y más nada.

Hay algo en esta respuesta que a Calvo no lo convence. Este economista y demógrafo uruguayo, responsable de las oficinas del Fondo de Población a ambas márgenes del Río de la Plata, ha sido una pieza clave en la reducción de la tasa de embarazos en adolescentes. Ha hecho los cálculos más afinados que maneja el país sobre mortalidad infantil.

Ha dejado el confort de su casa en la Ciudad Vieja para desempeñar tareas humanitarias tras el terremoto de Haití y ahora cinco semanas en Siria… pero se escucha hablar y se siente «un insensible».

Nietzsche decía que «la guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido». Calvo teme que la guerra lo vuelva despiadado. Pero su pensamiento no dura siquiera lo que una entrevista. Al recordar los rostros de los niños, esos que se cruzaba en la calle de Damasco, sus ojos se humedecen y se hinchan. «Es desgarrador, es una imagen demasiado dura».

Ni siquiera un funcionario de Naciones Unidas está preparado para toparse de frente con la guerra. A Calvo le ofrecieron que fuera a ayudar a la misión en Siria, mientras participaba de un congreso internacional en Panamá. Tuvo dos semanas para dejar ultimado el trabajo en su oficina local; coordinar con su hermano para que pasara a ventilar su casa y regar las plantas; aprontar una valija con lo básico y con la remera del Centro Atlético Fénix, para viajar. Una vez allí, en el terreno, le recordaron las normas de seguridad y algunas técnicas para soportar el estrés: afeitarse todos los días, hacer ejercicio físico después de desayunar y mantener los vínculos —vía internet— con Uruguay. Y cumplió al pie de la letra, hasta dio una clase para la UdelaR mediante Skype.

A cinco kilómetros del hotel blindado en que se alojaba Calvo, si uno conduce recto hacia el sur y atraviesa los escombros, está el poblado de Yarmouk, uno de los últimos bastiones del Estado Islámico en Siria. Allí el conflicto lo ha destruido todo.

Pero junto al hotel donde dormían los 80 funcionarios del Fondo de Población, «los policías de tránsito seguían poniendo multas, la gente salía al parque, jugaba al backgammon en el bar o rezaba en la Mezquita de los Omeyas», recuerda Calvo, quien también visitó el famoso templo, el cuarto más importante del islam y donde se dice que está la cabeza de san Juan Bautista.

Un día, de esos en que la cosa estaba calma, Calvo salió a comprar unos productos para el desayuno. Fue solo, con el carné de ONU en un bolsillo y algo de plata en el otro. A las pocas cuadras se encontró con un supermercado que acababa de abrir. Tomó lo que necesitaba y fue hasta la caja, donde los dueños tomaban mate «estilo argentino». Haciendo mímica, porque los lugareños no hablaban español, inglés ni francés, Calvo les pidió sumarse a la ronda. La vida sigue.
Justamente, la tarea de Calvo era coordinar la logística y realizar los cálculos poblacionales para asegurarles a los desplazados un poco de vida, de dignidad.

Cuando «la gente huye de a miles, hay que proveerles hasta lo mínimo: una carpa para pasar la noche, agua, baños separados para hombres y mujeres, y hasta la luz para disminuir la violencia de género (una de las consecuencias menos conocidas de los conflictos)». Durante la guerra «hay embarazadas que asistir, niños a los que hay que educar y estadísticas que sacar para hacer las compras de insumos».

Cada uno de estos «planes de contingencia» cuesta cinco veces el presupuesto anual que Calvo maneja en la oficina uruguaya. «Tenía unas 48 horas para armar todo, coordinar y hacer llegar la asistencia», explica. Y si bien él casi no salía a los campos de refugiados para entregar la ayuda, sí recibía las anécdotas y las muestras de cariño.

El Fondo de Población les entrega a los desplazados un «kit de dignidad», una especie de balde con productos de higiene, toallitas femeninas, afeitadoras y cepillo de dientes. Unas semanas antes de que Calvo llegara a Damasco, uno de proveedores embaló (por equivocación) productos para mujeres en los kits de hombres. «Ese simple detalle puede generar un gran revuelo en un escenario que es, de por sí, demasiado estresante».

El miércoles 16 de mayo, Calvo recibió una noticia inesperada: el gobierno sirio no le renovó la visa (por un motivo que desconoce o que no puede contar) y le dieron unas horas para abandonar el país. De un soplido, se le desmoronó todo el castillo de ayuda que había construido en un mes.

—¿Volvería a Siria?

—Iría encantado.

La guerra tiñe todo de rojo sangre, de gris del polvo, pero Calvo pudo ver allí, aunque suene cursi, el color esperanza. «Sé racionalmente que es importante la academia, estudiar, diagnosticar los problemas y planificar políticas públicas; pero hay algo en ese trabajo de escritorio que se pierde y es lo tangible, el resultado inmediato de lo que estás haciendo. Eso es magnífico».

Ahora, a 12 mil kilómetros de Damasco, Calvo regresa a lo que más conoce: los libros, los amigos y el estudio de la población local.

—Tras el trabajo en Siria, ¿ve diferente a Uruguay?

—Uruguay es un paraíso. Claro que podría ser mucho mejor, pero la paz es impagable. En Siria noté que las seguridades desaparecen a cada bombazo.

Una remera de Fénix, el amuleto de la suerte
Como el aeropuerto de Damasco estaba cerrado por la guerra, Juan José Calvo tuvo que viajar hasta Beirut, en el Líbano, y desde allí trasladarse por tierra a la capital siria. Al rato de bajar del avión comprobó que su valija se había extraviado. Y aunque le habían asegurado que llegaría al día siguiente —como efectivamente ocurrió— algo lo aterraba: en el equipaje traía la camiseta de Fénix, su amuleto de la suerte. Con ella viajó a estudiar el posgrado en Francia, estuvo en el terremoto de Haití y cada vez que fue a la cancha de Capurro.

Los antiguos egipcios pensaban que el fénix, un ave mitológica, se calcinaba cada 500 años y resucitaba de las cenizas. Los psicólogos usan esta leyenda para explicar el concepto de resiliencia. Y Calvo, sin proponérselo, es un poco esta ave: hace de la adversidad una oportunidad para fortalecerse.

La tortilla de papa que le convidó a Vargas Llosa
Cuando ocurrió el terremoto de Haití, en 2010, Juan José Calvo aún no tenía experiencia de trabajo en zonas de crisis humanitaria. Pero un colega lo llamó y él se prestó por unas semanas, que terminaron siendo seis meses. En el país caribeño conoció al hijo del Nobel Mario Vargas Llosa, quien estaba como enviado de la Agencia para los Refugiados. Como Calvo había alquilado una casa confortable en un pueblo perdido, casi en la frontera con República Dominicana, el lugar servía de refugio para cuando se necesitaba hospedar a un voluntario. Una noche, mientras Calvo cocinaba una tortilla de papa (su clásico plato), alguien golpeó la puerta. Era Mario Vargas Llosa que había ido de sorpresa a visitar a su hijo y que, esta vez, terminó siendo un comensal de lujo.

Tres preguntas a Juan José Calvo
¿Cómo es un día tipo, las tareas y la rutina en la vida de un coordinador humanitario de Naciones Unidas en medio de la guerra?

Me levantaba a eso de las seis de la mañana. Miraba las noticias y las actualizaciones de seguridad. Desayunaba algo, en mi propia habitación, y bajaba a hacer ejercicio en el hotel. Poco después de las ocho de la mañana me pasaba a buscar un auto blindado que me llevaba hasta la oficina de coordinación, a 15 minutos. Ahí pasaba la mayor parte del día. Cada tanto salía a comprar comida. Pero a la medianoche no se podía estar en la calle, había toque de queda.

¿Por qué le ofrecieron a usted, un uruguayo, un puesto de responsabilidad en el trabajo humanitario dirigido desde Damasco?

En Siria estaban enfrentando una crecida de la crisis humanitaria y los colegas de Naciones Unidas allí estaban necesitando colaboradores. Pero no cualquiera puede viajar. Se necesita tener experiencia previa en situaciones similares, haber manejado equipos de respuesta y, en lo posible, no tener familiares a cargo. En mi caso se daba todo: había estado en el terremoto de Haití, no tengo hijos ni padres que cuidar y, además, me interesaba ir.

¿Cómo hace alguien que viene del mundo de la academia, de los informes, para acostumbrarse a la adrenalina de un conflicto bélico?

Es raro. Hay colegas que fueron a los sitios, quedaron en shock y no pudieron seguir trabajando. A otros, por algo que desconozco, no nos cuesta tanto. Claro que todos los que participamos de esto tenemos capacitaciones, sobre todo en temas de seguridad. En lo personal, siento que el trabajo en zonas de conflicto es un retorno a los principios de las Naciones Unidas; es brindar una asistencia elemental que le devuelva a la población lo más básico.

Fuente: El País