De los niños se dice que son como «esponjas» a la hora de absorber conocimiento, y en un mundo que enfrenta el cambio climático, aprender a cuidar el medio ambiente es fundamental, y así lo demuestra la primera escuela pública sustentable de América Latina, construida en Uruguay.
La temperatura exterior es de 7.5 grados centígrados, en una mañana de invierno, de cielo plomizo sobre la localidad de Jaureguiberry, 85 kilómetros al este de Montevideo. Sin embargo, dentro de la escuela 294, la temperatura alcanza casi 20 grados.
No hay aire acondicionado para combatir el crudo invierno ni el calor del verano. La escuela no está conectada a la red eléctrica ni a tuberías de agua. Su presencia se distingue por su arquitectura peculiar. Sin embargo, su construcción asegura que el rastro que dejará en la Tierra será leve: está pensada para que ningún residuo se arroje al entorno.
«Estamos bien. Tenemos más de 50% de carga. Tenemos solo energía solar», explica a la AFP la maestra y directora Alicia Alvarez, de 51 años. «Les explico lo que yo sé», aclara mientras muestra el sistema de condensadores que almacena la energía para el edificio. «Apago un poco la luz para no gastar», añade mientras estira automáticamente la mano hacia una llave.
Los paneles solares se observan a simple vista en el techo del recinto, diseñado por el famoso arquitecto estadounidense Michael Reynolds, conocido como «el guerrero de la basura» por sus construcciones que sacan residuos del medio ambiente, tales como ruedas de autos, latas y botellas, incorporándolos a sus obras.
La escuela, que contó con el visto bueno de las autoridades de la educación, pudo hacerse también gracias a financiamiento privado y al esfuerzo de una ONG. Comenzó a funcionar en marzo pasado.
Tiene 39 alumnos. Algunos niños son muy pequeños y otros están terminando su educación primaria. Todos tienen algo en común y lo saben: su escuela es especial y única, como su relación con el medio ambiente.
Saben que tirar basura está mal y aprendieron que con los residuos orgánicos pueden hacer compost, un fertilizante natural que utilizan para la huerta que crece, verde intenso, en un cantero delante de los tres salones de clase.
Plantas de albahaca, tomates, frutillas y acelgas, berenjenas o brócolis, y también un banano poco adaptado al frío invernal, se desarrollan gracias a la temperatura controlada y el riego permanente.
En el techo, el agua de lluvia se recoge mediante canaletas que van hacia un sistema de filtrado. De allí a los baños, a la huerta, para terminar, el sobrante, en un humedal donde todo se descompone con impacto mínimo sobre el entorno.
Aquí nada se desperdicia.
Cambiar la cabeza
«Es una escuela llena de vida», resume Paula, que tiene siete años y con sus compañeros elabora una lista de cosas a hacer -y a evitar- para cuidar el planeta.
Esta mañana, en la clase de la maestra Rita Montans, de 45 años, trabajan en escritura espontánea y organización de conceptos. El tema disparador: ¿cómo cuidar el medio ambiente?
Los niños proponen y anotan ideas en sus cuadernos: «Cuidar las plantas»; «No tirar basura»; «No tirar las botellas»; «Las plantas nos ayudan a que podamos respirar aire más puro». «Si no hubiera árboles, no estaríamos más», dice contundente Sebastián, también de siete años.
El objetivo final, explica la maestra Rita, es crear una suerte de código de conducta para cuidar el entorno, y una «cruz ambiental» o «cruz verde» que podrían llevar los alumnos, tal como la «Cruz roja» que todavía existe en algunas escuelas del continente.
Los maestros siguen una capacitación especial para dar clases en la escuela sustentable, tanto a nivel de adaptación de programas de cursos, como para un manejo más autónomo del edificio.
Construido a partir de neumáticos rellenos de arena, latas usadas y botellas, el todo unido por hormigón, con grandes estructuras de madera y troncos de eucaliptus para sostener un techo verde y el peso de la tierra utilizada como aislante, el inmueble tiene una forma particular. Es luminoso y tiene espacios bien distribuidos. Nada parece estar apretado.
Una vez por semana, los niños tienen una hora de clase de huerta y cosechan frutas y legumbres que ellos mismos cultivan, y que se incorporan a las ensaladas servidas en el comedor.
Sebastián dice que cosechó tomates cherry. «‘Tan buenos», afirma Felipe, de ocho años. En cambio, las berenjenas no se pueden cosechar aún. «Todavía no podemos comer porque no están ‘hechas», explica Patricia, de siete años, con gesto de resignación.
Algún rayo de sol se cuela entre las nubes. Un bus turístico se detiene delante de la escuela y decenas de personas sacan fotografías desde las ventanas del vehículo.
No cabe duda de que aunque su marca ambiental será mínima, la escuela sustentable dejará un rastro indeleble entre los niños que allí estudien.
Es que «no hay mejor aprendizaje que vivirlo», dice convencida la maestra Alicia. «Más allá de que (los niños) puedan aplicar o no» lo que aprendan «la semilla está plantada», concluye confiada.
Por Mauricio Rabuffetti (AFP)