El arquitecto recibió a El País en su casa de José Ignacio, adonde habló acerca de su carrera profesional y de la relación de ensueño que mantiene con el Uruguay.
Por Pablo Cohen
Difícilmente algún día, sonriendo orgullosos, Carlos Ignacio Ott Rius y Walkiria Elvira Buenafama Saravia hayan imaginado que su hijo Carlos llegaría a la extraordinaria cima que ha alcanzado, y de la que a los 73 años de edad tanto disfruta.
Allá donde muere la Ruta 10 y hasta el centro de José Ignacio parece haber quedado en otra galaxia, Carlos Adolfo Héctor Ott está sentado en su estupenda casa de piedra, que integra la naturaleza, la estética y la funcionalidad como si se hubiera construido sola.
Siendo el bromista perpetuo, pero también la persona sensible que es, el arquitecto radicado en Canadá no se toma ningún tema con solemnidad y le imprime a cada respuesta una frescura infrecuente. Uno podría preguntarse de dónde surge esa aptitud para ser profundo, leve y despreocupado al mismo tiempo, como si fuera un descendiente modesto del escritor argentino Manuel Mujica Láinez y no de Basilicio Saravia, su verdadero bisabuelo.
Lo cierto es que el ego de Ott -que ha proyectado la Torre de Antel, ha diseñado el edificio más alto de Miami y construirá el Museo de Arte Latinoamericano que soñó su amigo Pablo Atchugarry- podría ser desmesurado. Y no ya por las obras que ha desparramado por Montevideo, Punta del Este, Buenos Aires, Dubái, Toronto, Abu Dhabi, Macati y Hangzhou, sino por la Ópera de la Bastilla, que se inauguró para celebrar el Bicentenario de la Revolución Francesa, después de que el uruguayo ganara un concurso internacional anónimo en el que compitió con otros 743 profesionales.
Pero “la gloria es efímera y el ego desmedido no es normal en ningún caso”, como él mismo dice a El País armado solamente con su sonrisa, la piel bronceada, el cabello blanco al viento, un jean verdoso, una camisa azul de manga corta y sus insustituibles alpargatas de yute.
El siguiente es un resumen de esa entrevista al hombre, al arquitecto, al dibujante y al oriental que, si tiene un ratito, “salta” a un avión y regresa a su “país de origen”.
-¿Qué le atrae tanto de su tierra?
-Todo. Aquí empecé. Hace una semana tuve una reunión en este mismo lugar con mis compañeritos de colegio, que tienen 73, 74 años. Yo no me puedo hacer el vivo, porque nos conocemos de toda la vida (risas). Es Uruguay, un país único. Pero no resulta fácil explicarle a la gente que no es uruguaya qué es. Para mí significa volver a las raíces.
-¿Qué es Uruguay?
-Una gran familia.
-Qué lindo. ¿Cómo fueron los años de formación que usted evocó?
-Mirá, yo empecé en una escuela rural en Toledo Chico, donde había una sola maestra que se llamaba Esther Goyetche, que daba las clases de primero a sexto. Si estabas en primer año, te tocaba la primera fila de asientos y, si estabas en sexto, la última. Entré a los cinco años, y ella a partir de los seis nos hizo leer. Iba con mi hermana Matilde, y poco tiempo después mi padre, que trabajaba en Montevideo, nos llevó al Seminario y al Sacré Coeur. Yo seguí el liceo en el Seminario y luego estudié en la única facultad de arquitectura que existía entonces.
-¿En qué momento de su crecimiento fue más feliz?
-En todos. Desde un punto de vista académico, yo iba al colegio, no iba al colegio, jugaba, etcétera. Pero entré al cielo el día en que ingresé a la Facultad de Arquitectura. Eso es lo que siempre me había gustado, lo adoré desde el primer momento y conocí a gente de todos lados del mundo y de todos los niveles económicos, sin que nadie estuviera desinteresado en esta disciplina tan linda. Sin embargo, esos pocos años fueron muy difíciles. Iba a la facultad de mañana, en la tarde trabajaba en un estudio de arquitectos, volvía a las clases de noche y los fines de semana tenía mis propios trabajos. Fue una época hermosa.
-Ahora estamos sobre el mar, en un sitio de una belleza cautivante y primitiva, muy alejado de Punta del Este. ¿Qué le da este lugar?
-En Uruguay tenemos una belleza fabulosa. Ayer una periodista francesa me comentó que José Ignacio era como los Hamptons. Y le pregunté: “¿Pero usted conoce los Hamptons?”. Me contestó que no, así que le dije: “Bueno, no repita eso, porque no tienen nada que ver” (risas). Este es un lugar salvaje, lindo, en el que las playas son todas diferentes. Y también es el Uruguay que conocí de chiquilín. Yo nací en Canelones, viví en Montevideo y fui muchos veranos a Rocha, y recuerdo que iba a caballo de Santa Teresa a Punta del Diablo por la playa. Pero no te contesté la pregunta. ¿Qué me da esto? Si bien estoy un poco aislado, el mar y las dunas son mi jardín, y estoy lleno de colores: hoy llovió, salió el sol, vino el viento y volvió el sol. Esto es Uruguay.
-¿Qué particularidad tiene ser uruguayo en un mundo que muchas veces no sabe que nuestro país existe?
-Los uruguayos tenemos una gran suerte, porque cuando tú vas a Dubái, a Francia, a Estados Unidos, a Singapur o a Japón, sabés mucho de ellos, pero ellos no saben nada de ti, y esa es una ventaja desde todo punto de vista. Cuando fui a estudiar a Estados Unidos, les explicaba a mis compañeros que no tenemos leones, elefantes ni cactus en todas las carreteras (risas). Y te da -te lo voy a decir de una forma un poco egoísta, aunque no esté bien- una pequeña superioridad. Yo creo que los uruguayos, cuando salimos fuera, nos sentimos orgullosos de venir de un país chiquito que no se mira el ombligo y que sabe lo que sucede en otras partes del mundo.
-No necesariamente los proyectos más exitosos de un arquitecto son los que más dolores de cabeza le han traído. ¿Qué trabajo le ha dado más alegría y cuál lo ha torturado más?
-Francamente, todo proyecto tiene un interés enorme y te da trabajo, insomnio y placer. Pero nada es fácil, y no influye el hecho de que sea más grande o más chico, que esté allí o acá, que sea una casita o un hospital: hay que buscar una solución. Por eso respeto mucho el trabajo de mis colegas. Sé lo complicada que es la profesión, y quienes la ejercemos tenemos vocación y queremos lo mejor. El problema en arquitectura es qué es lo mejor.
-¿Cuál es la respuesta?
-Hay análisis éticos, cuantitativos, profesionales, intelectuales y filosóficos que entran en la historia. Hoy vivimos un momento muy difícil y nos damos cuenta de que nuestra tarea impacta enormemente en el medio ambiente, con lo cual las discusiones respecto a este tema son importantes. ¿Deberíamos seguir haciendo edificios? ¿Por qué no reutilizar los que ya existen? ¿Tenemos que seguir cambiando zonas agrícolas y fértiles por cemento y asfalto? ¿Cuántos pisos vamos a subir? ¿Cien pisos concentrados, o hacemos Los Angeles de 200 kilómetros de largo? ¿Cómo es la ciudad correcta? ¿Alta, larga? ¿De qué modo podemos mejorar la vida para las generaciones venideras? Es una tarea filosófica, muy ética, muy cuestionable y muy importante. Y lo interesante es que no hay una solución simple.
-Hace pocos días, Laetitia d’Arenberg se quejó públicamente de la construcción de una casa nueva de 1.800 metros cuadrados y dos pisos en la Playa Brava de José Ignacio. ¿Qué opina de este caso?
-No puedo hablar del caso porque no lo conozco, pero hay que ir a la densificación de las ciudades. Nosotros hemos recibido un país muy rico, con una vegetación increíble, con coníferas y cactus, palmeras y pinos, con un verano de 35 grados y un invierno templado, y con viento y agua por todos lados. Sin embargo, no hemos sido demasiado cuidadosos del medio ambiente. No deberíamos matar la gallina de los huevos de oro.
-¿Usted se siente valorado por sus colegas en Uruguay?
-Creo que en la comunidad de arquitectos todos nos respetamos porque la tarea es muy difícil. Uno puede estar o no de acuerdo con lo que haya hecho un colega, pero entiendo lo complicado que es ese trabajo y sé que para cada proyecto hay varias soluciones. Entonces, aporto la mía, que puede contraponerse a la de otro arquitecto, y no es que una esté bien y la otra mal: las dos pueden ser válidas y antinómicas. Lo cierto es que con la gente joven no tengo mucho trato, pero te puedo decir que adoré los años de facultad, que entré joven y que en aquella época te llevaba un tiempo recibirte, porque el estudiante de arquitectura vivía una situación difícil económicamente, así que se casaba, tenía hijos y debía llevar el pan a la mesa. Yo era amigo de mis compañeros y había todo tipo de pensamiento político, de valores y posturas religiosas. Y en esa convivencia aprendí que nadie tiene el monopolio de la verdad. Pero para contestarte: con mi camada me siento unido por una gran amistad. A algunos compañeros les ha ido bien, a otros mal, pero siempre estamos a los abrazos. Y tenés que considerar esto: a la facultad vos no ibas a estudiar, sino que pasabas todo el día. Vivimos momentos lindísimos y otros de cambios políticos.
-¿Los afectó mucho la realidad convulsa del país?
-Sin dudas. El arquitecto es un bicho raro que tiene que saber un poco de todo. Y la arquitectura no está exenta de política. Miguel Ángel estaba con Lorenzo de Médici, y André Le Nôtre fue el arquitecto de Luis XIV. Mitterrand me lo decía: “Para mí es muy importante su ópera, porque en el futuro nadie se va a acordar si fui responsable de una ley, sino de que hice la pirámide del Louvre o la Ópera de la Bastilla”. Siempre ha sido así.
-Usted asegura que no ha tenido problema para trabajar ni con democracias republicanas más o menos capitalistas ni con regímenes autoritarios de distinto signo. ¿Cómo se definiría filosóficamente?
-Pienso que hoy en día los recursos están concentrados en muy poca gente, lo cual hay que corregir, creo en la justicia social, considero que no hay una sola solución y me parece que los gobiernos ya no son de izquierda ni de derecha, sino buenos o malos.
-Carlos, ¿dibujar es un placer?
-Un placer y una necesidad.
-¿Qué otros placeres le ha dado la vida?
-Tengo dos hijas y cinco nietos a los que adoro. Con Alejandra, pese a nuestras discusiones, llevamos cinco años juntos y tenemos una relación muy linda. Por suerte también tengo un hermano y una hermana, aunque Matilde falleció. Nuestra familia es preciosa y nuestros padres eran muy unidos, nos dieron mucho y me marcaron con su influencia. Cuando yo era chiquilín Uruguay era un país fabuloso. No tenía desperdicio cruzar Montevideo desde la Ciudad Vieja, donde vivía mi abuela, hasta mi casa de Toledo Chico. Pero adoro mi profesión y disfruto la lectura, las artes plásticas y la música. Nada me conmueve más que las “Variaciones Goldberg”, de Bach, interpretadas por Glenn Gould.
-¿De qué se arrepiente?
-Vos hacés planes y la vida te lleva para sus lados. No tengo arrepentimientos, pero me hubiera encantado diseñar automóviles.
-¿Y podría morir en paz?
-Sí. Tenemos que estar listos para morir en paz. Los minutos están contados y lo único que no se recupera, por rico o genial que seas, es el tiempo. Así que tenés que estar en paz contigo mismo.
Fuente: El País