El Ballet Nacional de Uruguay abrió su temporada con la obra contemporánea de Mauricio Wainrot; la puesta cobró fuerza musical

Por: Constanza Bertolini
En teatros públicos, en el Luna Park y en el Obelisco, en Buenos Aires y en varias ciudades del mundo. Desde que hace veinte años se estrenó en Bélgica, Carmina Burana-versión coreográfica de Mauricio Wainrot de la famosa cantata de Carl Orff- sigue girando. Y en su arrolladora marcha anoche llegó a Montevideo para abrir la temporada del Ballet Nacional del Sodre (BNS). La misma de siempre, para nada igual: en la sala mayor, dos bandejas de palcos, a cada lado del escenario, estuvieron ocupadas por el coro, y la orquesta, desde el foso, comenzó y terminó la función con la célebre «Fortuna imperatrix mundi».

Exactamente, ¡oh, fortuna!, como exclama el canto de los monjes. Acostumbrados a ver esta obra, que ya es un clásico de la danza contemporánea argentina, interpretada sobre una grabación, la presencia de la sinfónica -aunque ralentizada, por momentos- fue al final un gran potenciador. Y fueron las voces, sobretodo, las que hicieron que musicalmente ésta sea una Carmina Burana reloaded, a la manera europea o candiense de presentarla (sin ir más lejos, fue el Royal Winnipeg, elenco en el que Wainrot bailó, el último en hacerla el año pasado). En la ovación de pie al término de la primera función, el Coro Nacional, con solistas propios, se llevó sus especiales aplausos.

Como rasgo distintivo, y en paralelo al aspecto musical, la propia personalidad de la compañía -un cuerpo de baile joven, actualizado, eminentemente clásico- rubrica aquí una versión más estilizada de la que, indefectiblemente, el ojo porteño tiene grabada en la retina, con la fortaleza y robustez del Ballet del San Martín.

Dividida en tres partes centrales -precedidas y rematadas por «Fortuna…», con sus característicos faldones de colores-, la pieza de Wainrot pasa del brote verde, fresco y con sonrisa de «Primo vere» (una paradoja: el azar quiso que el estreno fuera la primera noche del otoño en el hemisferio sur) al clima oscuro e intenso de «In taberna», para llegar al clímax en «Cour D’ Amours».

«No sé si me gusta más el primer reparto o el segundo», expresaba el coreógrafo su orgullosa duda que es sinónimo de lujo cuando se trata de una producción multitudinaria. «Por primera vez estoy haciendo la escena de la taberna como en el original, con una veintena de bailarines diferentes del resto». Y esa calidad y posibilidad de trabajo se debe al estado en el que mantiene al BNS su director, Igor Yebra, quien también en su carrera bailó ésta y otras «carminas».

Respecto de la compañía, justamente el Ballet del Sodre confirma, con una obra donde el protagonista es el conjunto, que su solidez va más allá de las individualidades. De hecho, la ausencia de sus figuras en el escenario (no estaban María Riccetto ni Ciro Tamayo, tampoco en la primera noche Gustavo Carvalho, y ya lejos se fue Ciro Mansilla) fue compensada con la avanzada de otros solistas y nuevas incorporaciones entre los roles principales (por ejemplo, el caso de Brian Waldrep, llegado de Houston, en su primera actuación para el elenco haciendo la deliciosa pareja de la corte de amores, con Lara Delfino).

Todos los engranajes del Sodre se movieron para sumar la cuarta obra de Wainrot al repertorio del Ballet Nacional, que comienza así su segundo año de la mano de Yebra: también los talleres produjeron el vestuario, según el diseño original de Carlos Gallardo, y las estructuras modulares y metálicas tan características de la escenografía de este montaje. No faltaron los atriles sembrados de pasto que el artista creó para esta obra y conforman una instalación pública en la plaza vecina al Teatro Colón.

Fuente: La Nación