La Cinemateca Uruguay es una de las instituciones culturales más importantes del país. Por ella han pasado -y aun pasan- miles y miles de montevideanos de todas las edades que buscan ver ese cine diferente que no llega a las salas comerciales. Ayer domingo 3 de agosto falleció Manuel Martínez Carril, director de Cinemateca desde la década de 1960. Su extensa trayectoria le valió una gran cantidad de reconocimientos como el de Ciudadano Ilustre de la ciudad de Montevideo, Caballero de las Artes y las Letras del gobierno de Francia y Cavaliere de la República Italiana.

Con “Manolo” se va una parte importante de nuestra cultura pero su legado seguirá ubicando a Uruguay como uno de los países de Latinoamérica que cuenta con una Cinemateca que es un orgullo para toda la sociedad.

Aquí nos hacemos eco de la nota/obituario que le dedica hoy su colega, amigo y editor de Espectáculos del diario El País, Guillermo Zapiola.

Cultura uruguaya despide con dolor a Manuel Martínez Carril

Al diablo con la objetividad periodística. Esta nota está escrita desde el afecto y el dolor. A los 76 ha muerto Manuel Martínez Carril. Un pedazo grande de la cultura uruguaya se va con él.

De todos modos, primero hay que cumplir con la parte «objetiva». Nació en Montevideo el 22 de febrero de 1938, trabajó como periodista en varios medios, entre ellos La Mañana, en algunos se desempeñó como secretario de redacción, e integró en una época el equipo del noticiero de radio El Espectador. Fue secretario del Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República, fue directivo de Cine Club del Uruguay y colaboró abundantemente en la redacción de los programas y la revista que esa institución editó.

Desde muy joven estuvo vinculado a la Cinemateca Uruguaya, archivo fílmico que fue, de alguna manera, el gran proyecto de su vida, y con el que habitualmente se lo identifica en primer lugar. No le gustaba que lo dijeran, pero la frase «Manuel es la Cinemateca» se ha repetido muchas veces. Se desempeñó como director-coordinador de esa institución desde 1978 hasta su jubilación hace unos pocos años, y continuaba conservando el título de su Director Honorífico.

Docente en la Escuela de Cinematografía de la Cinemateca, fue su director de cursos durante varios años y jurado en festivales nacionales e internacionales, y publicó varios libros (uno sobre Luis Buñuel, otro en coautoría sobre el cine norteamericano, un estudio sobre archivos fílmicos en América Latina, una Historia no oficial del cine uruguayo escrita a cuatro manos con el autor de esta nota, uno más reciente sobre la censura cinematográfica en el Uruguay). Ostentaba, entre otros galardones, la distinción de Caballero de las Artes y las Letras del gobierno de Francia, y la Orden del Mérito por su aporte cultural del gobierno de Chile.

Manuel fue uno de los herederos del 45 a los que Emir Rodríguez Monegal pudo definir como «parricida». Es cierto que se peleó a menudo con sus colegas más veteranos (sus polémicas con Homenro Alsina Thevenet fueron memorables, aunque siempre se respetaron), y en los años sesenta integró una generación más politizada que sus antecesores, aunque nunca incurrió en las cuadradeces de algunos de sus colegas de entonces. En los últimos años padeció algunas limitaciones físicas, pero su cerebro funcionó a «full» hasta último momento, y continuó peleándose con fundamento con casi todo el mundo, especialmente desde el semanario Brecha.

Esos datos tienen que ver con su biografía, pero no agotan su perfil humano. Un retrato más completo debería retener su fantástica erudición, su memoria privilegiada, su puntería para identificar el elemento clave en una película y llamar la atención sobre él, con una prosa nítida en la que no faltaba, casi nunca, un irónico sentido del humor. Es posible incluso que sus actividades en la Cinemateca hayan impedido rendir a todo su nivel al formidable crítico que había en él.

Fue un tipo combativo, que creyó en la sociedad civil como impulsor principal de las instituciones culturales, y desconfió de los gobiernos (dictatoriales o democráticos) que se empeñaban en meterse con ellas, aunque sabía que el estado debería hacer ciertas cosas que no hace por el cine. Sus comentarios al respecto solían ser muy molestos para los burócratas, y es posible que por eso (o porque nunca le interesó) se negó a ser un funcionario público. Quien se lo perdió fue el Estado, por supuesto, que se dio el lujo de prescindir de uno de los mejores gestores culturales que el Uruguay haya conocido.

Había que conocerlo más de cerca para atravesar la barrera de ironía y ocasional mal humor con la que establecía una muralla frente a quien intentaba acercarse a él. Recién entonces se descubría al tipo cálido y algo tímido que era realmente, al individuo que protegía su intimidad afectiva detrás del despliegue de ácido ingenio. Lo vamos a extrañar.

Fuente: El País