De manos de los reyes de España y en la ciudad de Alcalá de Henares, Ida Vitale recibió el premio Cervantes y coronó un día histórico para la cultura uruguaya

Había muchas maneras de recibir el premio y ella no eligió el camino convencional. Podría haber saludado con sobriedad a los reyes españoles y esbozado una media sonrisa de premio literario, esas que son fieles a la arrogancia de algunos escritores reconocidos que se saben exitosos. Nadie podría haberla objetado de ser así; no habría roto el molde y la ceremonia, aunque emocionante por su carácter de hito nacional, habría sido una más entre las 40 que coronan todos los premios Cervantes entregados hasta el momento.

Ella podría, también, haber elegido repasar de manera exhaustiva su carrera, demostrándose merecedora del galardón, tirando por tierra cualquier sombra de duda que pudiese asomar entre el jurado o los espectadores que seguían el acto por streaming. Pero ella tampoco necesitaba nada de eso. Caminando apurada y firme, con una liviandad y juventud propias de unos 95 años llevados de manera espléndida, Ida Vitale se acercó al estrado con el premio bajo el brazo y pidió perdón. Abrazó el mayor reconocimiento de su carrera con la certeza de que no sabía que decir, que la emoción la embargaba con fuerza y que disimular sus ojos húmedos y su voz quebradiza significaba traicionar lo que la había llevado hasta allí. Impredecible y delicada como su obra, Ida Vitale se convirtió en la segunda uruguaya y la quinta mujer en recibir el máximo reconocimiento el mundo de la literatura hispanoamericana con palabras que rescataron la sorpresa con la que nunca dejó de ver el mundo, con la misma chispa con la que lo sigue haciendo: “Lo inconcebible llegó. (…) Recuerdo mis inquietudes en un camino de montaña alto y estrecho por el que me llevaban en auto a una velocidad que pensaba inadecuada. No era un sueño. Esto, claro, tampoco lo es”.

Su discurso se paseó por los tópicos en los que se podría haber detenido una charla de café en el living de su apartamento en Malvín, aunque con una altura acorde al momento definitorio que estaba viviendo en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. ¿Qué dijo Juan Carlos Onetti, el primer uruguayo en recibir el Cervantes, cuando fue condecorado en 1980? Los registros habría que ir a buscarlos a una hemeroteca, pero sí podemos decir que Ida decidió hablar de su biblioteca personal, de cuánto extraña a su esposo Enrique Fierro, del legado de su abuelo tano y su herencia literaria, de cómo el espíritu garibaldino se hizo carne en su familia, de las influencias del poeta italiano Ariosto, de Homero y, claro, de Miguel de Cervantes Saavedra, el nombre del hombre que invocaron para premiarla.

«Debí pensar y escribir lo requerido para una ocasión que habiéndome llegado tarde, realmente me sorprendió: pudieron sobrar oportunidades de imaginarla, pero muchas cosas obvias y muy poco concebibles requisitos me hubieran llamado a un sensato equilibrio».

Sobre su aproximación a Don Quijote, Ida dijo: “Mi devoción cervantina carece de todo misterio. Mis lecturas del Quijote, con excepción de la determinada por los programas del liceo, fueron libres y tardías. En realidad, supe de él por una gran pileta que, sin duda regalo de España, lucía en el primer patio de mi escuela. Allí nos amontonábamos en el recreo en busca de agua, y día tras día, me familiarizaba con las relucientes baldositas que contaban, sobre inolvidables cielos azules, la polícroma historia que, según supe luego, era la de aquellos desparejos jinetes”.

Sobre Cervantes dijo todavía más, y entre sus comentarios se mezclaron versos en francés, español e italiano. Después de evocaciones al tío Pericles, quien colaboró en sus lecturas de Don Quijote, la poeta decidió terminar con una advertencia al propio Cervantes. Con el desparpajo y la frescura que la caracterizan y para sorpresa de todo el estrado, Ida se atrevió a corregir al autor español, en un momento que fue recibido con cálidos aplausos de admiración.

«Ahora seres benévolos y palpables movieron las piezas de un superior ajedrez, situándolas en posición favorable y acá estoy, agradecida, emocionada.»

“Debo disculparle una afirmación que como suya, podría ser aceptada sin más: ‘que no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo’. No es mi caso, puedo asegurarlo. Sin duda, don Quijote no imaginó jamás que ese género femenino al que se consideraba por oficio llamado a honrar y defender, pudiera caer en tan osada pretensión. Y en eso, estoy segura que acertó”.

Y antes de irse, ante los ojos de los reyes, las autoridades, los intelectuales, sus nietas, su hija y gran parte de Uruguay que por un momento dejó la política o el deporte de lado para atender a la poesía, Ida volvió a pedir perdón. “Querría hacerme perdonar la audacia de venir aquí, a este lugar, y meterme a hablar de Cervantes”. Por las sonrisas y los gestos de la sala, se podría decir que le perdonaron la osadía.

«Prefiero ser consciente y agradecer, claro, en español, cosa que, además, es un valor añadido a la felicidad de este instante»

Todo podría haber terminado ahí, entre aplausos cerrados y la cámara que se aleja hacia arriba, pero por la gracia de la tecnología quienes mantuvimos encendida la transmisión en vivo pudimos atestiguar un poco más del epílogo de una jornada histórica. Hubo abrazos, risas, palmaditas y felicitaciones, lágrimas en algunos ojos y también se quedó ella, decidida y sonriente, posando con los reyes con la emoción impresa en el rostro y un cielo español y gris que no conjugaba con el resto de la escena, luminosa y cargada de posteridad. De seguro la foto estará colgada dentro de poco en alguna de las paredes de su casa, pero también se merece un lugar destacado en el salón de honor de la cultura uruguaya. Pero eso en caso de que ya no esté allí, porque Ida Vitale —premios históricos como este al margen— lo merece desde hace rato.

Fuente: El Observador