Mónica Sans, antropóloga del Departamento de Antropología Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, obtuvo el premio por el proyecto “Filogeografía de cromosomas Y para la comprensión del origen y relaciones de los indígenas del Uruguay y sus descendientes”.
De esta manera la investigadora, pionera en abordar la cuestión indígena desde la genética en Uruguay, obtiene financiación para un proyecto de investigación que seguirá aportando conocimiento relevante sobre el pasado de los pobladores de nuestra tierra.
Para conocer un poco sobre algunos trabajos previos de la ganadora, aquí replicamos una nota publicada por La Diaria en 2017:
Charrúas en nuestros genes
Hablar con Mónica Sans, del Departamento de Antropología Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, es una experiencia perturbadora: por lo pronto, su aporte desde la ciencia interpela a mucho de lo que se ha escrito de la historia nacional sobre nuestros antepasados. Sans es una de las pioneras en abordar la cuestión indígena desde la genética en Uruguay. Su camino no fue fácil, pero no sólo ha permitido descubrimientos asombrosos sino que promete más: junto a Gonzalo Figueiro acaba de ganar un Fondo Clemente Estable que permitirá financiar una investigación para seguir arrojando luz sobre quiénes vivían en este territorio cuando llegaron los invasores y cómo sus genes todavía se expresan en nosotros.
La antropología es una disciplina que mezcla las ciencias sociales con las naturales. Suele dividirse en cuatro grandes troncos: la antropología social o cultural, la arqueología, la lingüística y la antropología biológica. Esta última centra sus baterías en los aspectos biológicos de los humanos, abarcando desde los fósiles hasta la demografía. Todo esto, que puede sonar muy teórico, es más sencillo de entender con un ejemplo. Y ninguno mejor que la forma en que Sans comenzó a estudiar a nuestros indígenas.
De mirar nalgas a mirar genes
¿Cómo estudiar, en los años 80, cuánto queda de nuestros antepasados indígenas desde la antropología biológica? Mirando nalgas. “Hicimos un estudio de mancha mongólica”, rememora. Esa mancha aparece en la zona del sacro de algunos niños al nacer y, por lo general, desaparece luego.
¿Por qué fijarse en ella? Porque en los europeos su presencia no pasa de 10%, mientras que en africanos y asiáticos ese porcentaje sube por encima de 80%. Dado que los humanos llegamos a América desde Asia, la presencia de la mancha mongólica indica una ascendencia o bien indígena o bien africana. “Es un estudio sumamente económico que no requería más que observación y registro”, recuerda la antropóloga, que señala que se hizo porque al doctor Fernando Mañé Garzón le llamaba la atención la frecuencia con que se presentaba ese rasgo en nuestros bebés. La sorpresa fue grande: “Nos dio altísimo, casi 42% en la maternidad del Clínicas, en el Casmu fue alto también y dio más alto aun en Tacuarembó. En promedio, casi un tercio de la población presentaba la mancha mongólica”. Pero como la mancha indica tanto una ancestría indígena como africana, era necesaria la búsqueda de marcadores que fueran más precisos. Así que Sans se movió de un extremo al opuesto: de las nalgas se pasó a la boca. “Entonces empezamos con el diente en pala, un rasgo que es común en asiáticos e indígenas americanos. Pero el diente en pala es difícil de observar, al menos para mí que no tenía experiencia odontológica”.
La dificultad para medir la curvatura de los dientes los llevó a principios de la década del 90 a vincularse con el Banco de Órganos y Tejidos del Hospital de Clínicas. Cuando analizaron sus datos sanguíneos, lo que había comenzado como una sorpresa, parecía confirmarse: “Usamos lo que ahora se llaman ‘marcadores clásicos’ o ‘marcadores sanguíneos’. Los indígenas americanos, al momento de la conquista, eran todos 0+. Si tenés un alto 0+ quiere decir que tenés un aporte indígena alto. Llegamos a estudiar 22 sistemas sanguíneos y surgió que en Tacuarembó el aporte indígena superaba el 20%. Un quinto de los genes de Tacuarembó eran indígenas. En Montevideo dio muy bajo, apenas 1% o 2%”.
La cifra de la capital me llamó la atención. Le dije que me resultaba extraño que hubiera más restos del hombre de Neandertal en la población europea (algo así como 3%) que de sangre indígena en los montevideanos. “Eso creímos en ese momento. Se cumplía esa idea de que no había aporte indígena en Montevideo, pero en el interior cambiaba y en lugares como Tacuarembó era claro que era diferente”, contesta la académica. Pero entonces irrumpe el análisis del ADN y la ciencia comienza a hacer imposible aceptar la idea de que los uruguayos exterminamos a los indígenas y de que somos descendientes de europeos.
Gracias, mamá
A principio de la década del 90, llegan a nuestro país las herramientas que permiten analizar el ADN mitocondrial (ADNm). A diferencia del ADN cromosómico, el ADN mitocondrial se hereda únicamente por vía materna. Y entonces las investigaciones sobre nuestros indígenas toman un nuevo impulso. “En ese momento se trataba de determinar el haplogrupo, dos o tres mutaciones que te daban el origen continental, ya fuera indígena, europeo o africano”, recuerda Mónica. “La primera sorpresa vino a través de un estudio que Carolina Bonilla realizó con la misma gente que habíamos visto en Tacuarembó. Al analizar el ADN mitocondrial, se encontró que 62% de la población de Tacuarembó, por el lado materno, era indígena. Y hay que tener en cuenta que siempre es una subvaloración, porque si la indígena era tu abuela paterna, vos ya no tenés ese ADN mitocondrial indígena.
Era una cantidad enorme”, dice Mónica, sabiendo que desde entonces ya nada fue lo mismo.
“Luego repetimos el estudio en Cerro Largo y dio en el entorno de 30%, lo que estaba en el medio entre Tacuarembó y el 20% que había dado en Montevideo en un estudio realizado por un grupo del Clemente Estable”. Sans lo dice al pasar, pero se ve que mi cara me delata. El dato de Montevideo no es menor. Así que retoma: “La idea de esa Montevideo europea se caía al piso, porque ya el primer estudio mitocondrial daba una ancestría indígena por encima de 20%”. Si bien es el porcentaje más bajo de todo el territorio nacional (falta estudiar Colonia), Mónica reconoce que “es un quinto de la población. Cuando doy clase miro a mis alumnos y les digo que uno de cada cinco tiene ADN mitocondrial indígena. Es mucho”, señala. Pero si de mucho hablamos, el récord está al norte: “En Bella Unión la ancestría indígena llega a 64%”. Si la matanza de Salsipuedes es condenable, más condenable aun es repetir que los indígenas fueron exterminados y que Uruguay es una nueva nación creada en base al aporte inmigratorio europeo. ¡64% de los habitantes de Bella Unión atestiguan que los indios siguen allí, entre nosotros, propagando sus secretos encriptados en genes de generación en generación!
Las sorpresas se siguieron acumulando: “Con Bernando Bertoni [del Departamento de Genética de la Facultad de Medicina] habíamos estudiado restos humanos encontrados en unos cerritos de indios de Rocha. Bernardo logró obtener ADN de cinco individuos, y determinamos que había dos, una mujer que estaba en la base del cerrito, que pudimos datar con una antigüedad de 1.610 años, y un individuo enterrado más arriba, que presentaban un mismo haplogrupo, o sea un mismo conjunto de mutaciones”. El haplogrupo fue denominado C1d3 y hubo otro hallazgo más fascinante aun: también se encontró en los restos de Vaimaca Perú, el cacique charrúa llevado a Francia para ser exhibido como una curiosidad. Y aún hay más curiosidades: “Ese haplogrupo, el C1d3, no ha aparecido en ningún otro lugar de América. Es un haplogrupo que aparentemente surge en Uruguay. Según las mutaciones que tiene, mediante reloj molecular, pudimos datarlo en unos 9.500 años, lo que casi coincide con la época de poblamiento de Uruguay”, dice Mónica con entusiasmo. Y es que estas herramientas de análisis genético nos pueden ayudar a responder grandes interrogantes.
De dónde venimos
¿Cómo llegamos los seres humanos al continente americano? Y luego de entrar al continente, ¿cómo, quiénes y cuándo llegaron a nuestro país? Sans y sus colegas aportan piezas para armar el puzzle. “La primera idea que tuvimos, asumiendo que los humanos llegan a América por Beringia, navegan, entran y recorren América hasta llegar a Uruguay, es que este haplogrupo C1d3 deriva de uno de los haplogrupos fundadores”, cuenta. “El haplogrupo que entra a América es el C1d, y está distribuido por todo el continente. El 3 sería el nuestro, y tiene tres o cuatro mutaciones, incluso en la región que muta menos, que es la codificante, y nosotros pensamos que íbamos a poder rastrear una migración”. Sin embargo, no fue posible. Falta información.
Aun así, trabajar sobre el genoma completo mitocondrial, o sea con las 16.569 bases, les permitió a Sans y a los suyos “definir este linaje, el C1d3, que está publicado e integra el árbol filotree en el que van poniendo cada haplogrupo que aparece. Y ahí aparece nuestro C1d3 en el que, hasta ahora, todos los individuos que han aparecido son uruguayos”.
Es una buena oportunidad para preguntarle a una especialista qué dice la genética sobre las distintas tribus o etnias que recorrieron estas praderas y bañados. ¿Son los charrúas los que definen nuestra ancestría? ¿Hay diferencias genéticas entre un charrúa y un guaraní, o entre un charrúa y un guenoa?
“Desde la genética, hay diferencias entre un charrúa y un guaraní, pero no entre un charrúa y un guenoa. Eso es motivo de debate, pero hasta lingüísticamente charrúas y guenoas eran muy parecidos. El guaraní es diferente hasta morfológicamente, es más bajito, más claro. Y se supone que el ingreso de los guaraníes es bastante posterior, cerca del 1.400 de esta era, 1.300 como muy temprano”, responde. En cuanto al origen, cuenta que los genes le dicen que, “al inicio del poblamiento, nuestros indígenas eran más pampeanos. A nivel de grandes haplogrupos, el A, que se identifica más con los guaraníes, en Uruguay es el tercer grupo más frecuente. Primero está el haplogrupo B, que está en casi todas partes, luego viene el C, que son haplogrupos pampeanos-patagónicos, y después, bastante menos, el A”. Sin embargo, reconoce que “el origen de los charrúas o guenoas aún no está armado. Aparentemente, vienen de la pampa argentina, pero exactamente de dónde no está muy claro”.
Lo local es importante. Y Sans dice que, de la misma manera que aquí se definió el C1d3, ahora se están definiendo algunos haplotipos raros y muy regionales. Y lo curioso es que en Uruguay aparecen casi todos: “En Chile definen un haplogrupo, pues resulta que el límite parece ser Uruguay.
Definen otro que parece que es de origen más bien cordobés, y si bien se fue para Chile, también aparece en Uruguay. Eso es justamente lo que queremos analizar ahora con el proyecto, esas pequeñas cosas más locales. Porque estamos encontrando en nuestro país lo que casi todos encuentran en otras partes. Y tener los genomas completos nos permite definir a ese nivel más pequeño”, me dice, llena de expectativas sobre lo que podrán arrojar las investigaciones futuras.
Ser, parecer y reivindicar
La antropóloga se acerca a la cuestión indígena desde una perspectiva biológica, pero el tema también tiene aristas políticas, filosóficas, sociales. “A mí me abrió mucho la cabeza ir a un congreso de indígenas en Estados Unidos. Allá tenés indígenas que viven en las reservas y que mantienen algunas costumbres. Pero también hay otros grupos, autoconsiderados indígenas, que perdieron la lengua, las costumbres, todo. Y esa situación es un poco más parecida a la nuestra”, dice. Con ese experiencia como marco, Sans cuenta cuál es su postura: “Creo que uno puede elegir la ancestría que quiere de todas las que tiene. No me gusta tanto cuando no tenés una ancestría. Lo he hablado, por ejemplo, con la gente del Conacha [Consejo de la Nación Charrúa]. Ellos aceptan a cualquiera que se sienta indígena y eso a mí ya no me gusta tanto. Creo que algo tenés que tener que te ligue, más allá del sentimiento. Pero si uno tiene cuatro, seis o dieciocho ancestrías, creo que es lícito sentirse parte de cualquiera de ellas. En ese sentido creo que es lícito reivindicarse como indígena”.
Desde su lugar en la Facultad de Humanidades y como parte del Sistema Nacional de Investigadores, Sans continúa haciendo aportes para entender más sobre el tema. En un país que tiene un problema fuerte con su identidad, que inventa mitos como el de la extinción de sus indígenas o el de elevar por los cielos a un revolucionario que fracasó y se exilió en Paraguay porque nada le dolía más que la formación de un país independiente, tal vez el haplogrupo C1d3 pueda ayudar para identificar la primera aparición de un rasgo nuestro, solamente nuestro. “Las asociaciones de descendientes no unen sus temas a la genética. Pero la genética está ahí para decir que no es un invento, que esa ancestría indígena está. Y yo creo que hay que reivindicarla y que hay que reescribir la historia”.
Carrera de obstáculos
Cuando Mónica Sans comenzó a estudiar en la flamante carrera de Antropología en la Facultad de Humanidades y Ciencias, las cosas no eran como ahora. Para empezar, se creó en dictadura, en un momento en el que las dictaduras del continente tendían a cerrar carreras más que a crear nuevas.
Pero además, la perspectiva de la antropología biológica en aquel entonces era rara e impensada. “Yo entré en 1985 y las opciones que había eran antropología social y arqueología. Antropología Biológica fue sólo una materia hasta el plan 2014”, recuerda, y sonríe al compararlo con la situación actual: “Ahora en promedio tenemos más gente que las otras dos opciones. La serie CSI nos ha ayudado. Tenemos un boom con la antropología forense”. Las cosas cambian: “En 1988 cuando apliqué para mi maestría en genética en Pedeciba, no me querían aceptar porque venía de Humanidades. Incluso me llegaron a preguntar por qué quería cambiar de carrera. Y los tuve que convencer de que no quería cambiar de carrera. Era insólito, porque yo ya estaba trabajando con Renee Kolski, la especialista en Genética Humana en Facultad de Ciencias. Me tuvieron una hora haciéndome preguntas. Y entones me dicen que el único antropólogo y genetista que conocían era Francisco Salzano, de Porto Alegre, y que si él me aceptaba entonces podría hacer mi maestría. Por suerte ya lo conocía, lo llamé y me aceptó. Afortunadamente, los que vienen ahora van en coche, ya nadie les pregunta sobre la relación entre genética y antropología”.
Fuente: La Diaria