Un sacerdote cortando la cabeza de un animal marino. El pelo enredado de azules y rojos de una mulata. Un toro con alas. Son tres entre 25 cuadros que estaban en la casa de Mario Benedetti y que por primera vez, a diez años de su muerte, se muestran a todo público.

Aparecieron al rasgarse el papel del embalaje. Delgadas culebras se soltaron de la oscuridad y se acomodaron de nuevo en la forma en que las había dispuesto René Portocarrero. Como si, una vez más, la modelo hubiera sacudido su pelo.

Sacar un cuadro de un depósito, para volverlo a colgar después de años de silencio, se parece a regresarlo a la vida. En la muestra “Saberte aquí”(*) eso ocurre doblemente. Por las obras en sí y por el hecho de que hayan pertenecido a Mario Benedetti. Vuelve lo mirado, y también lo que puede intuirse de la mirada que los eligió en un primer momento, para tenerlos consigo.

Thiago Rocca, crítico de arte y gestor cultural, elabora el recorrido de la exposición. Va abriendo en abanico el manojo de cuadros. Algunos se imponen por el nombre de su autor (como los de José Gamarra, figura clave de la plástica uruguaya durante al menos tres décadas), y ver la calidad de la obra es sólo una confirmación. Otros brillan como una rara forma de abstracciones rojizas, y es necesario aguzar la vista para encontrar la firma. Es el caso de Arthur Piza, uno de esos buenos artistas brasileños que acá no se conocen demasiado, por esa costumbre tan uruguaya de vivir de espaldas a Brasil. Otros están en el inventario y se los busca expresamente. Como ese de Roberto Matta, quizá el plástico latinoamericano de mayor influencia en el arte internacional de la segunda mitad del siglo XX. Rocca hace la valoración inicial y confirma que la muestra tendrá espesor en sí misma, más allá de quién haya sido el dueño de las obras.

El plus de que hayan estado en la casa de Benedetti permitirá intuir los lazos que unían a uno de los principales intelectuales uruguayos de la generación del 45 con el mundo del arte de su tiempo. Hacerlo a partir de lo que había elegido para que fuera parte de su paisaje doméstico. Óleos, acrílicos, litografías y grabados que nos acercan, en un acto casi de voyeurismo, al gusto de Benedetti. Un gusto más audaz y menos acartonado de lo que sugieren los mesocráticos personajes de sus libros.

Las artes plásticas nunca le fueron ajenas. Tres años antes de haber publicado su primer libro (La víspera indeleble, 1945) ya había expuesto su primer cuadro. Primero y único. Un pastel que fue seleccionado para un salón de arte de 1942, en la Asociación Cristiana de Jóvenes, en el que participó cuando tenía 22 años junto con otros nombres que luego descollarían en las artes visuales. Al llegar a su casa la obra se le cayó al piso. Como no le había puesto fijador se hizo pedazos y quedó solamente el recuerdo. Fue el final de su incipiente carrera en el mundo de la plástica (aunque luego haría algunas caricaturas, como aficionado). Exorcizó la frustración por medio de la literatura: a un personaje de La borra del café le ocurre el mismo accidente. Se trata de un tal Claudio Merino, que también aparecerá en la novela Andamios. El exorcismo no se queda ahí. Tanto en Andamios como en Geografías hay protagonistas que trabajan en una galería de arte, donde ejercen en público el gusto que Benedetti atesoraba en privado: “La galería me lleva su tiempo pero es un trabajo que me gusta. Cada vez me voy especializando más en artistas latinoamericanos y, dentro de lo posible, compatriotas. Ahora tengo un Gamarra, un Frasconi y un Barcala. Me gustan tanto que todos los días les subo los precios para asustar a los posibles compradores y poder seguir teniéndolos frente a mí. Si tuviera un Botero o un Lam los vendería de mil amores, pero infortunadamente no los tengo.

Me gustan, claro, pero para otros muros, no para los míos. Gamarra, Frasconi y Barcala son mi familia; Botero y Lam, una prestigiosa familia ajena”.
Con el tiempo hubo varios ejemplos del arte de Gamarra y de Antonio Frasconi en las casas que habitó Benedetti. Así se comprueba diez años después de su muerte –ocurrida el 17 de mayo de 2009– mientras se prepara la exposición de su pinacoteca que acaba de inaugurarse.

Luego de la primera criba, las obras seleccionadas pasaron por un proceso de restauración. Las que tienen el papel como base quedaron en manos de Alicia Barreto, una especialista en ese soporte que trabaja para el Museo Figari. Recibieron un tratamiento de aplanado, cambio de passepartout, sustitución de las traseras y colocación de materiales antiácido. La ingeniera química que había formado parte del equipo de la restauración del cuadro de Juan Manuel Blanes sobre el desembarco de los 33 orientales, Claudia Barra, se ocupó de los cuatro óleos que incluye la muestra: pequeños retoques y tratamiento antihongos.

Tras esto, los cuadros ya quedan listos para la orquestación. Rocca vuelve a recorrer los espacios disponibles. Va presentando las obras como notas escritas a lápiz en un pentagrama. Cambia una o dos de lugar. Vuelve a revisar. Establece corrientes de familiaridad estética. No se preocupa tanto por los años ni por los autores. Lo que busca es una armonía. Que a la vista suenen de determinada manera.

En la sala donde está el comedor que fuera de Benedetti y de su esposa Luz López, tres Gamarra se despliegan en una pared y media. Un Gamarra abstracto, de los años en que estuvo becado en Brasil –el mismo que Benedetti tenía en su apartamento de Montevideo sobre el vano de una puerta– respira junto a otro que hace pensar en signos precolombinos. Al lado, El compromiso (1982), de la serie gamarriana de la conquista: es el del sacerdote cortando la cabeza de una serpiente marina.

Otra pared está ocupada por cuatro cuadros de Ohannes Ounanian, griego de origen armenio que llegó a Uruguay con dos años. Entre ellos hay un pequeño retrato de Benedetti –testimonio de la amistad que los unía– y una interpretación abigarrada y onírica del Cerro.

Al salir de esa sala se pasa por la pequeña habitación-museo que resguarda el escritorio, algunos originales de poesía y prosa, los lentes y las biromes del autor de Primavera con una esquina rota. También están sus tiradores, sus zapatos, tazas del café Sorocabana y un reloj de pie que perteneció a los abuelos de Luz. Si se lo mira desde el punto de vista de la exposición, todo parece ser un marco para un enorme cuadro de Mariano Rodríguez, el pintor surrealista que fue uno de los mejores amigos cubanos de Benedetti.

Frutas, colores, un caballo y una mujer desnuda ocultos entre pinceladas que esconden las formas más que mostrarlas. No tiene fecha. No tiene firma. No tiene título. Aun así, es inconfundible. El escritor lo tuvo en todas las casas en las que vivió. Ahora permanece dentro de la habitación museo. Afuera, dos gallos –el animal totémico del arte de Rodríguez– montan guardia a cada lado de la puerta. Uno de ellos fue el que dio más trabajo restaurar, con una rasgadura de más de diez centímetros. Frente al gallo herido, el cartel de la muestra tiene una foto del pintor cubano y de Benedetti, mirando cuadros en el Museo de Bellas Artes de La Habana.

¿Es el “más amigo” de los autores representados? Quizá sólo Frasconi le dispute ese lugar. En la pared que está junto a la biblioteca que guarda 10.000 volúmenes –7.000 de su casa de Montevideo, 3.000 traídos de su apartamento de Madrid– hay un grabado de Frasconi que muestra una bandada envuelta en una mancha de color que más que el cielo parece representar el movimiento: Pájaros sobre los pantanos de Long Island(1958).

Enfrente, otro grabado del mismo autor en el que se destaca el rojo de una granada. Se podría haber expuesto al menos otra decena de sus obras que pertenecieron a Benedetti. O las portadas de ediciones de La tregua y de El país de la cola de paja, también realizadas por él. Quieto, entre los dos Frasconi, está El mástil, de Julio Le Parc, un mendocino que en 1967 obtuvo el primer premio en la Bienal de Venecia. Aparece en varias de las fotos que se le tomaron a Benedetti en su escritorio, igual que aparece en las fotos de su sala el caballo de fondo azul de Vicente Martín. No era un caballo, diría Magritte. Ahora tampoco. Ahora es una forma que pasta solitaria en la sala de eventos, como cierre del recorrido de la exhibición.

Casi toda la obra está recostada a las paredes esperando que el montajista, Daniel Rial, venga al otro día y la coloque utilizando el láser de un instrumento de precisión que evita que las piezas se vean torcidas. Parece que sólo falta eso. Pero no. Todavía hay un pequeño cuadro que sigue haciendo dudar a todos. ¿Es o no es? Finalmente, una vez que la restauradora abre el marco, se comprueba que es una litografía. Como una nota más de esa melodía, menos importante que los dibujos dedicados de Rafael Alberti que la acompañan –porque Alberti había sido amigo cercano de Benedetti–, la muestra tiene, entonces, un pequeño Picasso de 1951: Los toros son ángeles que llevan cuernos.
(*) Saberte aquí. Los cuadros de Mario Benedetti. Del 17 de junio al 6 de setiembre de 2019. Fundación Mario Benedetti (Salterain 1293). De lunes a viernes, de 10.00 a 13.00 y de 14.00 a 17.30.

Roberto López Belloso participó en el proceso de elaboración de la exposición y es autor de su catálogo.

Fuente: La Diaria

Foto: Mario B…, 1999, Óleo. Ohannes Ounanian