Un recorrido por la capital uruguaya entre sus imponentes edificios de principios del siglo XX, el Museo Torres García y deliciosas pistas gastronómicas

Cuando en 1984 Alfredo Zitarrosa regresó a Montevideo tras ocho años de exilio, le esperaba tal aglomeración que tardó siete horas en llegar a casa. Emocionado, el artista y activista dijo que esperaba no tener que irse nunca más. Murió cinco años después, pero se cumplió su deseo; sigue estando aquí. En sentido figurado (una escultura lo recuerda en el shopping de Tres Cruces, una sala de conciertos lleva su nombre) y, sobre todo, emocional, pues su presencia en la memoria colectiva es cada vez mayor, como demuestran el documental sobre su figura Ausencia de mí, de Melina Terribili, o la vigencia de sus canciones. Es imposible no evocarlas al pisar “este mar sereno sobre un cielo de tormenta”, como es imposible no evocar las acuarelas Estampas montevideanas que pintó Barradas desde la distancia o poemas de Idea Vilariño. La capital uruguaya es una ciudad tan vinculada a la creación artística que 24 horas dan para hacerse solo una idea.

9.00. El flechazo de Damon Albarn
En la plaza de la Independencia, el Palacio Salvo, de 1928, obliga a levantar la vista y a rememorar su historia, inseparable de la de su gemelo, el Palacio Barolo de Buenos Aires; ambos de Mario Palanti, de un déco muy ecléctico y, sí, exagerado. Tanto cautivó a Damon Albarn que le sirvió de portada para su single Heavy Seas of Love. Tiene de vecino al Palacio Rinaldi (de 1929, proyecto de Isola y Armas), puramente déco. Más cerca de la peatonal Sarandí, atención al edificio Ciudadela, de 1958, de Raúl Sichero, que también tiene un hermano (el Panamericano) en la playa de Buceo. Arquitectura racionalista y funcional que ha devenido una postal de la ciudad.

10.00. Tres paradas con mucho arte
Además de edificios que sintetizan las claves del déco como el Williams (1929, de J. Herrán y L. Crespi, con detalles escultóricos de Laborde) o el hotel Don (1938, de A. Nin), en la Ciudad Vieja hay tres museos que exhiben el talento de Joaquín Torres García, Pedro Figari y José Gurvich. El primero forjó su obra en Montevideo, Barcelona y París, y es uno de los artistas más determinantes del siglo XX e impulsor del arte constructivo. La colección permanente (torresgarcia.org.uy), aún cerrada por la pandemia, da cuenta de sus etapas creativas, sus enseñanzas teóricas o de su amistad con Mondrian. Pedro Figari (museofigari.gub.uy), figura mayor del impresionismo americano, también se consagró en París y pintó escenas del Montevideo más popular. “Su labor —salvamento de delicados instantes, recuperación de fiestas antiguas, tan felices— prefiere los colores dichosos”, escribió sobre su obra Borges. La visita al Museo José Gurvich es una experiencia plástica de altos vuelos. Judío y de origen lituano, Gurvich fue alumno aventajado de Torres García y plasmó el Montevideo humilde de la Villa del Cerro con sensibilidad extraordinaria.

12.00. Un histórico del tango
Las librerías Más Puro Verso y Linardi y Risso son tan buenos refugios como el Café Bacacay, con vistas al mítico teatro Solís (calle de la Reconquista, s/n). Tras él destaca el edificio AEBU, de Rafael Lorente Escudero, proyectado tras conocer la obra de Le Corbusier en Europa en 1966, y en el que conviven la recta y la curva horizontal de manera armónica. Cerca queda la nueva Cinemateca Uruguaya (cinemateca.org.uy) junto al renovado Bar Fun Fun, un histórico del tango; ambos del estudio LAPS.

 

14.00. Chivito para comer

La Ronda Café (Ciudadela, 1182) siempre es propicia para una parada técnica. La mejor puerta de entrada al barrio Sur es el edificio Proalmar, de Rafael Ruano (1934), la proa de un paquebote a orillas de la Rambla. Un aviso para navegantes que susurra al viajero: “Está usted en una de las ciudades donde mejor se aprecia el movimiento déco, que transformó la arquitectura entre los años veinte y cuarenta”. Para comer, una opción popular es la centenaria taberna gallega Montevideo al Sur (Paraguay, 1150), que conserva la belleza gastada de los azulejos. Si no puede resistirlo, siempre queda comer un chivito —un sándwich de carne típico del país— en La Pasiva como buen nativo.
Este barrio es también cuna de la cultura afrouruguaya. En el Conventillo Medio Mundo (Zelmar Michelini, 1080) nació el candombe —ritmo de tambores en marcha—, y un mural de Carlos Páez Vilaró lo recuerda.

17.00. Ilusión neoyorquina
La avenida del 18 de Julio certifica que también aquí el déco supuso un campo de experimentación e integró herrería, carpintería o decoración en bronce. Para muestra el Palacio Lapido (16), de Juan Aubriot, o el Palacio Díaz también de Ruano—, una ilusión de rascacielos neoyorquino con infinidad de elementos decorativos.
El trayecto hasta el barrio de Malvín permitirá observar edificios más contemporáneos como la Facultad de Arquitectura, de Román Fresnedo Siri, prodigio de sencillez y sobriedad en su fachada del Bulevar Artigas y un interior visual y vibrante con patio, estanque y anfiteatro. O la Facultad de Ingeniería, de Julio Vilamajó, otro ilustre de la arquitectura uruguaya. Conviene pasar por el Montevideo Shopping Center (Doctor Luis Alberto de Herrera, 1290), obra de Eladio Dieste, y prestar atención a la esquina de Luis Lamas y Julio César, donde se halla la histórica Casa Martínez, del arquitecto Óscar Peyrou, brillante ejemplo de racionalismo recientemente salvada de una demolición.

19.00. Anochecer en playa Malvín
En Malvín espera la obra maestra de J. A. Scasso (culpable también del Estadio Centenario, que tantas alegrías ha dado al país): la Escuela Experimental (Doctor Decroly, 4971), un edificio estelar, proyectado en 1928 bajo la doctrina expresionista de Erich Mendelsohn. Funcionalismo aerodinámico de gran riqueza volumétrica.
Mientras se decide en qué parrilla cenar (La Pulpería o la de Williman nunca fallan), por playa Malvín la claridad estira el día y trae canciones como recuerdos de arena. De Zitarrosa, que vivió a dos cuadras de aquí sus últimos años, y, cómo no, de Fernando Cabrera, quien más ha cantado a esta ciudad en la que “no hay atracadero que pueda disolver en su escondite lo que fuimos”.

Fuente: EL PAÍS MADRID