Hace 27 años Emilio Lamaison abrió Pays de Poche, una tienda de solo artesanías de Uruguay que está ubicada a una cuadra de la Catedral de Notre Dame

A una cuadra de Notre Dame, en una callecita peatonal empedrada del Barrio Latino de París está Pays de Poche. Una pequeña tienda de artesanías cuyo nombre se traduce como País de Bolsillo, nombre con el que su dueño, Emilio Lamaison (59 años), homenajea a su país de origen, Uruguay.

Si bien ya hace 44 años que Emilio se fue de Montevideo, nunca dejó de tener contacto con sus raíces. Pays de Poche, por ejemplo, solo vende obras realizadas por artesanos uruguayos. Entrar a la tienda es ingresar a un mundo, no de artesanía de mates y gauchos, sino de realizadores que están más en una línea europea, apostando mucho a lo original y lo único en sus creaciones. En su cuidada decoración hay hasta cajones de frutas y verduras del Mercado Modelo.

“Yo me fui muy chico de Uruguay, con 15 años, hice hasta segundo de liceo”, recuerda. Un año antes, en 1975, su padre arquitecto se dejó convencer por sus amigos para ir a probar suerte a San Pablo. Si bien era época de exilios políticos, el padre de Emilio armó las valijas por trabajo, aprovechando que Brasil estaba demandando mano de obra calificada. Ya instalado, mandó llamar a su esposa y a sus cinco hijos; Emilio es el segundo en orden de nacimiento.

“Fue todo un cambio porque vivíamos en Carrasco, en un barrio muy residencial y, de repente, estábamos en pleno barrio de edificios en San Pablo”, cuenta. Pero había un detalle muy particular, su padre –Emilio se anima a decir que por un sentimiento de culpa por sacar a sus hijos de Uruguay– alquilaba la casa de Montevideo con una cláusula: debía quedar libre en verano.

Todas las vacaciones, religiosamente, los cinco hermanos se instalaban en esa casa totalmente solos; sus padres quedaban en San Pablo. “Tengo un recuerdo increíble de esas vacaciones de adolescentes solos todo el verano. Venían amigos, éramos como 50. Pasábamos noches jugando al ping pong, a las cartas… Teníamos la casa solo para nosotros y era una locura”, dice.

En Brasil, en tanto, estaba el estudio y allí se recibió de Administrador de Empresas en la prestigiosa Universidad Getulio Vargas, considerada la mejor de América Latina. “La terminé un poco por respeto a mi padre, que había hecho un esfuerzo muy grande para pagarla”, confiesa, ya que nunca se sintió un “hombre de negocios o un ejecutivo”.

Pero tuvo que salir a trabajar como tal porque su padre falleció de cáncer por esa época. Trabajó en empresas grandes de Brasil, que no hicieron más que confirmarle que lo suyo iba por otro lado. La respuesta a lo que quería la encontró gracias a la que luego sería su esposa, una francesa que conoció en la universidad y con la que no dudo en irse a Europa.

“Fue así que caí en París, pero no quería de ninguna manera hacer ese trabajo de ejecutivo, aparte no dominaba el francés”, relata. El cambio que precisaba se dio gracias a unas artesanías uruguayas que decoraban su casa. “Todos los franceses que iban de visita quedaban encantados con ellas y siempre me decían: ‘Pah, eso tendrías que venderlo’. Se me ocurrió vender a tiendas como intermediario, pero justo en los 90 vino una crisis económica muy grande y nadie te compraba nada”, acota.

Su suegra tenía que vender una casa de campo y le propuso que, si encontraba comprador, le prestaba el dinero para abrir una tienda. Y apareció el interesado, nada menos que una señora de apellido Destino, Madame Destin. “Mi suegra me prestó la plata y encontré un local que hoy sería imposible de alquilar, en la parte más linda, en el Barrio Latino. Era una tienda para la que no había que pagar llave, solo el alquiler”, señala.

El 17 de noviembre van a hacer 27 años que abrió Pays de Poche. Tras un primer año bastante duro, poco a poco fue conquistando una clientela tanto de turistas como de parisinos. “A la gente le encantó porque, en realidad, es como un universo un poco romántico. Hay mucha cosa de madera, mucha pieza muy original, muchas cosas para niños, colgando. Sin quererlo había recreado mi infancia en Uruguay”, describe de un lugar en el que siempre suena música clásica.

Lo que vende.
Con la compra de la tienda confirmada, lo primero que hizo Emilio fue viajar a Uruguay para hacer un relevamiento de artesanos.
Abrió con 16; hoy trabaja con entre 30 y 40, pero en el local hay piezas de más de 100 artesanos.
Durante mucho tiempo la tienda fue la gran excusa que necesitaba para viajar dos veces por año a Uruguay; una en verano de vacaciones con la familia y algo de trabajo y otra en invierno en la que viene solo y sale de recorrida por el Mercado de los Artesanos, la Feria Villa Biarritz y la Feria Tristán Narvaja.

“Últimamente se ha dado el fenómeno de que la mayoría de las tiendas artesanales a las que iba en Uruguay han cerrado, la artesanía está desapareciendo en el mundo”, dice. Eso lo ha llevado a concentrarse en la feria Ideas+, donde realiza el relevamiento de datos. A propósito de esto último, hace un tiempo perdió su computadora y con ella mucho del archivo que tenía. “Es gente que no puedo encontrar porque trabaja en sus casas”, cuenta esperando que esta nota pueda servir para retomar esos contactos.
Este año será la primera vez en más de 40 años que Emilio no viaje a Uruguay, consecuencia de la COVID-19. Es algo que lamenta aunque sabe que en la pequeña tienda del Barrio Latino encuentra cada día varios pedacitos de su país de bolsillo. “Con ella lo que quiero es hacerle un homenaje al Uruguay, agradecerle y devolverle todo lo que me dio, que fue mucho más de lo que parece”, concluye desde su entrañable rincón de un París en cuarentena.

La pandemia lo dejó sin el 80% de la clientela.
”El 80% de mis ventas eran de turistas y ahora desaparecieron”, se lamentaba Emilio el mismo día en que el presidente Emmanuel Macron decretaba una nueva cuarentena obligatoria de un mes para Francia por la COVID-19. “La pandemia me agarró con buena tesorería, eso me salvó. Tenía bastante dinero en la cuenta y el gobierno, durante los dos meses de la cuarentena obligatoria anterior, te daba 1.500 euros. Con eso más o menos pagás el alquiler”, explica. Lo ayuda también que su esposa tiene un buen trabajo en la parte de marketing de una empresa de tickets de alimentación, “aunque también están con dificultades”. Ahora tiene que manejarse con la clientela local, “al ser cosas originales, siempre alguien aparece”, cuenta. Emilio tiene dos hijos; su hija estudia Diseño de Moda y él tiene la esperanza de que haga algún proyecto con artesanos uruguayos. En Uruguay están su madre y dos hermanas y tiene otra en Portugal; un hermano falleció de cáncer en 2018.

Los clientes buscan piezas únicas y originales.
Su idea es rotar la oferta, buscando siempre la originalidad de las piezas. “Lo que más le gusta a mis clientes es que todo lo que hay en mi tienda existe solo en mi tienda, no lo pueden encontrar en otro lado”, asegura Emilio con orgullo. Incluso sabe que muchos de los que van no comparten la dirección para que lo que compran sea más exclusivo aún; si quieren que un ser querido tenga algo de allí, prefieren comprárselo ellos. Lo que más se vende es bijouterie. “Casi siempre en una tienda, el 10% de los productos es responsable del 60% de las ventas, más o menos”, explica. Son los productos que busca tener, pero también le gusta crear junto con los artesanos. “Les tiro ideas, a ellos les encanta y se cuelgan”, cuenta.

No quiso ver el incendio de Notre Dame.
“Lo único que hice fue poner música de Bach, cerré todas las puertas y no miré nada”. Así recuerda Emilio Lamaison el 15 de abril de 2019, cuando la Catedral de Notre Dame ardió en llamas durante horas. Desde su tienda, Pays de Poche, se ve el histórico edificio. Eso hizo que mucha gente se concentrara en la puerta para seguir el incendio. “Debía haber 400 personas paradas y yo no quería, no podía mirar. Cuando se cayó la aguja enorme fue un ruido impresionante, pensé que se había caído la catedral. Todo el mundo empezó a correr delante de mi tienda y yo no quería mirar”, cuenta. No se define como muy católico, pero confiesa que cuando pasó el incendio se dio cuenta de que “ese lugar tiene algo muy fuerte”. Lo comprobó incluso el mismo 15 de abril. “Yo hablaba con mi hija por teléfono, que lo estaba viendo de la ventana de casa, y estaba llorando a mares”, relata. Ese día no quiso ver nada, cruzó el puente de camino a su casa sin mirar. Recién al día siguiente, más tranquilo, se atrevió a echarle un ojo por un momento. “Estaban los medios de comunicación del mundo entero con sus camiones y no se podía ver mucho. Saber que no se había desmoronado la catedral entera fue una muy buena noticia”, señala.

Fuente: El País