Carolina Mutilva no se ve lejos del hockey, de hecho nunca se planteó hasta cuándo seguir jugando. Se muestra atenta, se percibe humilde y es talentosa. Describe este deporte amateur, repasa su experiencia internacional y expresa ese amor por la celeste, que se palpita en muchas canchas, aunque no sean de fútbol.
Corría el año 2003. Lula da Silva asumía como el primer presidente de izquierda en Brasil. El sudafricano John Maxwell Coetzee ganaba el Premio Nobel de Literatura. Tim Burton estrenaba su película Big Fish. Y las Cimarronas se llevaban la medalla de bronce en los Juegos Panamericanos que se celebraron en Santo Domingo. «Mi primer torneo con la selección de 11 fue en el 2001. Me acuerdo que el entrenador me citó y nos fuimos a Jamaica, a una Copa Panamericana. Estaba maravillada. Ponerme la celeste fue lo mejor, un orgullo, es algo imposible de olvidar. Y cuando ganamos la medalla de bronce en los Juegos Panamericanos de 2003…», respira hondo y transmite en ese gesto la emoción. «Era la primera vez que Uruguay ganaba en hockey una medalla y yo estaba ahí. Para nosotras fue una verdadera hazaña, un sueño que se hizo realidad».
Primer cuarto
Abrió la puerta del departamento en el que vive junto a su padre y sonrió. «Estoy algo nerviosa, no estoy acostumbrada a dar entrevistas», dice franca mientras hace un torniquete con su pelo. Casi como una confidencia, empieza a hablar. Su voz era apenas un susurro. «Vivo en este edificio desde que nací. Vivía con mi padre, mi madre, que falleció hace un tiempo, y mis tres hermanos. Fui al liceo Los Maristas, acá a dos cuadras, estudié inglés en el Dickens, que queda a una cuadra y desde los 3 años voy al Biguá, acá cerquita», resume.
Sus padres, ambos pediatras, incentivaron a Carolina y sus hermanos en la práctica del deporte, «al club no podíamos faltar», agrega. Practicó natación, entró en el plantel y compitió en este deporte hasta los 13 años. Hizo tenis, hándbol, hockey sobre césped… «Me pasaba horas haciendo deporte. Todos los días atravesaba corriendo el parque para ir del club al colegio, donde hacía hándbol, y después corriendo volvía a entrenar al club. Siempre fui muy activa y lo sigo siendo. Fue la forma que encontré de liberarme, de ordenar ideas, además siempre me gustó estar bien físicamente y superarme».
El comienzo en el hockey no lo planificó, más bien siguió la idea que tuvieron algunas amigas de anotarse en la escuelita del Biguá. La disciplina, el talento y el gusto por los deportes en equipo la empujaron a que tomara la decisión de integrar el plantel de hockey del club. La primera vez que compitió tenía 13 años. Su primer palo se lo regalaron sus padres, «un Spalding verde», dice entre risas. «En ese momento me encantaba pero era una porquería. Cuando fui un poco más grande mis viejos me regalaron un Tk rojo, que causaba sensación». En ese momento entra su padre al living y dice: «Ese palo te lo regalamos cuando tenías 14 o 15 años, antes de viajar a Chile, cuando dejaste de jugar al hándbol, cuando ibas a dejar de jugar al hockey», y al deslizar esa frase ella asiente con la cabeza, hace una pausa y su rostro revela que el comentario ya lo había hecho en otra oportunidad. ¿En serio pensaste dejar?, le digo para retomar la charla. «Sí, es verdad. Siempre me lo recuerda (risas). Estaba pensando en no jugar más pero me había comprometido con el club a viajar a Chile para un torneo. Mis padres me dijeron que no podía abandonar en ese momento. Me acuerdo clarito de las palabras: ‘Andá, jugá y si después querés dejar, hacelo’. Pero obviamente fui a Chile, estuvo increíble y nunca dejé». En ese torneo salieron segundas, perdieron la final, pero fueron a verla sus padres, su hermana, jugó con sus amigas de toda la vida, con quienes asegura que gracias al deporte conectó desde otro lugar, y eso en definitiva fue lo que quedó. Además de la adrenalina de meter goles, de jugar hasta no poder más y de sentir la camiseta, claro. Porque quienes alguna vez la vieron en la cancha, saben que esta mujer no para, y que su capacidad para desequilibrar al oponente es innegable.
¿Y después de ese torneo te concentraste únicamente en el hockey? «Sí, porque en ese momento no podía entrenar dos deportes como quería. Pero el hándbol me encanta, si hoy pudiera lo jugaría».
«El hockey fue la forma que encontré de liberarme, de ordenar ideas, además siempre me gustó estar bien físicamente y superarme».
Vivir el juego
Terminó la temporada, regresó a Uruguay y la citaron de nuevo en España, esta vez para jugar en un equipo de Canarias. Después jugó en River Plate, Argentina, y al poco tiempo se fue porque la habían llamado de Tus Lichterfelde en Berlín; un cuadro en el que encontró desafíos técnicos en el juego y una ciudad que la fascinó.
De las ligas en las que participó señala que Argentina es la más competitiva, con jugadoras profesionales y un nivel muy parejo. «Jugué en contra de Luciana Aymar, en contra de la mayoría de Las Leonas y tienen un ritmo de juego diferente, otra dinámica, la calidad técnico-táctica es totalmente distinta, obviamente sin desmerecer nuestro hockey que cada vez está mejor. Esto no significa que una uruguaya no pueda jugar a ese nivel, de hecho yo jugué, y me fue muy bien. Una jugadora individual puede estar a la par de otras pero un equipo de acá no tiene chances contra uno de allá». Le consulto el porqué de esa disparidad y me contesta: «Cantidad de gente, más dinero y canchas… Hay clubes que tienen incluso dos canchas y acá todavía no hay ninguna de césped sintético de agua». Los torneos oficiales en este deporte se juegan en cancha de agua porque supone mejoras en el juego y también protección para las jugadoras. «Pero la Federación no tiene la plata ni la va a tener», dice. «Acá hay canchas de arena pero para competir internacionalmente necesitamos tener una cancha de agua, el problema es que cuesta en el entorno de un millón de dólares. La solución es que se la donen íntegra o que sea financiada por la Federación Panamericana». En febrero de este año Uruguay fue sede de la Ronda 2 de la World League de hockey femenino (uno de los torneos más importantes que se ha desarrollado en el país) y para este evento se tenía previsto colocar esta cancha pero al final no se logró. «Hasta que no vea que está la lona ahí para desenrollar, no lo creo», reconoce. Aunque cada vez sean más las personas que juegan al hockey en Uruguay, la realidad es que no ser profesional en el deporte se nota a la hora de competir fuera de fronteras. «Es un sacrificio porque después de trabajar todo el día, entrenás, duro, muy duro. Los meses que estás en selección vivís para el hockey, prácticamente no tenés vida extra. Esa es una de las grandes diferencias que tenemos con otras selecciones del mundo».
Entre idas, vueltas, temporadas y torneos, estuvo fuera del país durante cinco años. Extrañó a su familia y a su entorno pero había cumplido un sueño.
¿Cómo tomás la derrota? «No está bueno perder después de tanto esfuerzo pero la vivo como lo que es, una derrota. Mirá que me gusta ganar a todo y perder me calienta mucho. Soy de llorar si pierdo una final, lloro si no clasifico, lloro si tenía que quedar tercera y quedé séptima pero no pasa de eso. Sufro la derrota, me da bronca, estoy días pensando en la jugada, en lo que fallé pero no me deprimo, no me trastoca la vida perder. Al otro día me levanto y vuelvo a entrenar», confiesa ya más relajada en esto de hablar con un grabador de por medio. «También he ganado cosas y los logros los disfruto mucho y los festejo», concluye.
Estar en el exterior le dio otra visión de juego y se nota en la cancha. «Antes de irme jugaba más individual, era bastante habilidosa y me criticaban porque decían que era muy comilona. Estar en otro país me hizo crecer, madurar como persona».
«Acá el deporte es totalmente amateur, todas pagamos por jugar: la cuota del club, la inscripción a la federación, el carné, incluso en su momento pagábamos fortunas por jugar en la selección, y es raro estar en el plantel y tener que comprarte la camiseta de Uruguay».
Balance positivo
«Es mejor hija que deportista», dice el padre de Carolina antes de irse, y ella se sonroja. Siente como su mayor fortaleza la perseverancia, la exigencia para entrenarse en el hockey pero también en el estudio (además de ser odontóloga hace algunas semanas se recibió de nutricionista). ¿Y tú mayor debilidad? «Creo que es que soy insegura, desde lo que demoro para comprarme un pantalón hasta en cosas más importantes», señala y no puedo creerlo. En la cancha la seguridad le sale por los poros.
No lleva una dieta pero come muy saludable, forma parte de rendir en el deporte como quiere. Porque aunque desde el año pasado no integra la selección, sigue jugando y rompiéndola dentro de la cancha. «Me quedé medio mal porque no estuve en el torneo que hubo a principios de este año en Uruguay y por no ir a los Juegos Panamericanos». ¿Y por qué dejaste? «Porque era el último año de la facultad y me enfoqué, del hockey no voy a vivir. Estaba faltando a los entrenamientos y para mí era una falta de respeto hacia mis compañeras. Por eso decidí renunciar a formar parte del equipo».
Hace dos años la llamaron para jugar en un equipo de Buenos Aires y aunque le hubiese encantado tuvo que rechazar la oferta, porque no podía dejarlo todo en ese momento de su vida. Hoy enseña a jugar al hockey a niñas y adolescentes que concurren al Seminario y también tiene un grupo de «mamis» en ese colegio. En Uruguay jugó en Biguá, en Nacional, en St Patrick’s y hace cinco años la llamó su actual entrenador y amigo, Diego Pérez y desde ese momento está en Old Christian. «Ahora soy la abuela de todas, es un equipo con integrantes muy jóvenes y eso me gusta. Me obliga a ponerme las pilas, a exigirme físicamente. Aunque ya no juego con mis amigas de toda la vida, la paso muy bien». Asegura que la docencia la ayudó a cultivar su paciencia y advierte que una de las cosas que la irrita es sentir que una práctica o entrenamiento no valieron la pena, «me pone de muy malhumor».
No está casada, no tiene hijos y reconoce: «Nunca fui tipo Susanita, aunque me gustaría tener hijos. Tampoco es algo que tenga que hacerlo ahora… Ya sé que tengo 33 (risas)». A lo largo de la nota deja entrever la importancia que tuvo para su vida practicar un deporte en equipo y asegura que pulió su personalidad. El sacrificio fue y es grande (son muy pocas las uruguayas que logran competir a nivel internacional en este deporte), pero está convencida de que valió la pena. «No me arrepiento de lo que sacrifiqué por jugar. Volvería a hacerlo y más si pudiera. Jugar al hockey me enseñó a darme cuenta de que es más importante el equipo que uno. Me enseñó a ser tolerante, a crecer y además me dio miles de amigas, y eso no lo cambio por nada».
Todavía falta
¿Qué le falta a la selección para competir internacionalmente?
En realidad el trabajo que vienen haciendo es espectacular desde que empezó esta última camada de selección, hace cuatro años, se viene mejorando mucho. Pero claro… los demás países se despegaron. Tienen más dinero, hacen más viajes, juegan más partidos, tienen canchas de agua y sus jugadoras son profesionales.
¿En algún momento puede profesionalizarse este deporte?
No, yo no lo veo cercano, falta mucho. La verdad es que no hay muchos espónsores que estén con el hockey, para ellos somos un deporte más que menor, y la Federación no tiene plata que le destine el gobierno como para que a nosotras nos paguen algo.
¿Por estos motivos hay talentos que se pierden?
Antes pasaba que la selección no siempre tenía a las jugadoras que debería tener porque ellas no podían costear algunos gastos. Hoy ya no pasa, ninguna jugadora se queda sin ir a un torneo porque no pueda pagarlo. Lo que sí pasa es que después tienen que dejar el hockey por el trabajo, y quizá ahí se pierden talentos que si jugaran de forma profesional, seguirían estando en el equipo y practicando el deporte.
¿Creés que persisten prejuicios acerca del deporte?
No sé si la gente sigue pensando que el hockey es elitista… Es cierto que al principio solo se practicaba en algunos colegios pero hoy está mucho más abierto. Si bien no hay hockey en las escuelas públicas la idea es que en el futuro se pueda practicar el deporte en todos los centros educativos.
Fuente: Seisgrados