El Museo Torres García expone en su segundo piso, trabajos del artista uruguayo que, empecinadamente, quiere permanecer.

Por Linng Cardozo

Es una gran dificultad. Pero el recorrido de la exposición de Joaquín Torres García –abierta el pasado 28 de julio al cumplirse 25 años del museo que lleva su nombre- debería comenzar por arriba, por el quinto piso del edificio ubicado sobre la Peatonal Sarandí. Ir derecho al segundo piso –en donde está la muestra- es como entrar a una casa por una puerta incorrecta. El quinto piso es donde se enseña pintura. Se accede por una estrecha escalera de hierro y una vez arriba está el enorme salón, con un techo altísimo y muchos caballetes, pinturas, pinceles y mucho olor a pintura. Tiene perfume de taller. Y no de cualquier taller. Dice el colega del blog «Sacacorchos», Martin Viggiano –sabe de vinos- que un buen entrenamiento previo a una cata es pasear el olfato por «descriptores»: una serie de vasitos que poseen elementos con sus aromas específicos –coco, ruda, cuero, chocolate, tierra mojada-. Luego si, a degustar los vinos. Con Torres García y este quinto piso pasa lo mismo: primero el perfume de un gran taller con todo el contexto artístico y plástico y luego, recién luego, bajar al segundo piso.

Con ustedes, el sur

Torres García es Montevideo. No porque lo haya pintado y dibujado de mil maneras, sino porque parece haberse apropiado del color atierrado de esta ciudad de la que huyó, detestó y luego volvió. Esta muestra –llamada «Pintura»- exhibe obras que por largos años habían estado dormidas en los depósitos. Y nuevamente –no podía ser de otra manera- aparece el Torres que logra atraer, misteriosamente, a distintas generaciones en Uruguay y en el mundo. (La reciente exposición en el Moma de Nueva York es la muestra cabal del valor universal de su obra).

No es casual el nombre de la exposición, «Pintura». En el intenso recorrido de la obra exhibida parece estar dándose una vez más la batalla contra algunas expresiones del denominado «artecontemporáneo». Reinvindica el dibujo, el hecho plástico, el pintor, el artista de caballete. En la nota curaturial de esta exposición se menciona la palabra «intuición». No es una palabra inocente en esta muestra. «Aquello que puede llamarse Pintura, arte naturalista, pero no imitativo, es también creación, pues realiza síntesis: un equilibrio entre la emoción del pintor y la luz y el color. El objeto es un pretexto», escribió Torres García y está recogido adecuadamente en esta muestra. Es, pues, esta muestra de Torres García, una exposición profunda y sólida de arte contemporáneo de verdad. La «intuición» que mencionado el curador, es una mala palabra que inunda el mundo del arte porque, bajo el paraguas inmenso del «arte contemporáneo» afloran las «intuiciones» plásticas berretas y frágiles. Torres es profundo. ¿Es una exposición nueva aunque tenga elementos de hace 80 años? Lo es. «En el arte constructivo, la línea es independiente, porque antes de servir al esquema geométrico (la representación esquemática de la cosa) sirve al conjunto de la composición», dice Torres Garcia y agrega: «De ahí que la línea conserve su máxima expresión, y al mismo tiempo se mantenga en el plano estético». El curador de la muestra, Alejandro Díaz, cita a Torres Gracía: «Comprender, es sentir y ver, Ver, es sentir y comprender, Sentir es ver y comprender». Díaz a su vez apunta: «Para Torres, Pintura es como decir Música; una música visual, de armonías y escalas tonales, de ritmos y de diálogos entre las formas, una música que se comprende sin palabras».

En la exposición aparecen obras que van de 1920 a 1940, bocetitos y pinturas, Nueva York y sus hijos, un autoretrato y trabajos en madera. Es Torres, el antiguo, que muestra obras «viejas». Pero ¿por qué entonces el Viejo sigue seduciendo? Porque es síntesis profunda y composición de calidad. Es intuición desde la profundidad y no desde la superficie del arrebato espasmódico y módico. Entonces, esta muestra no es vieja. Es arte contemporáneo en su estado más puro.

Fuente: El Observador