La cosa dio un vuelco cuando el buzo profesional Alfonso Quian recibió un mensaje de texto de la profesora de Geografía Nelsy Negrín.

«Alfonso, encontré en la biblioteca del Liceo Campos un libro del Centro Histórico y Geográfico de Soriano, donde tienen datos aportados por un tal Oyharbide en 1801, del lugar donde podría haber estado Zaratina», decía el SMS.

Ese enero de 2011, con ese mensaje y luego un correo electrónico con el texto encontrado por la profesora, Quian sintió que su sensible corazón de buzo latía más rápido: estaban cerca de encontrar las primeras huellas dejadas por los españoles en el Río de la Plata.

Con los datos «frescos» suministrados por Negrín, que incluían un mapa hecho por historiadores mercedarios a partir del viejo relato del capitán y geógrafo Andrés de Oyharbide, Quian, buzo profesional, junto con el empresario y hasta esta semana intendente de Soriano José Luis Gómez, volvieron a zambullirse, con equipos subacuáticos pagados por ellos mismos, en las turbias aguas del río San Salvador.

Había una vez

Aunque entonces los dos buzos apenas contaban con informaciones sueltas al respecto, la parte poshispánica de la historia había comenzado cuando Sebastián Gaboto (o Caboto), un marino veneciano contratado por la Corona española para navegar a Filipinas a través del estrecho de Magallanes, llegó a la isla de Santa Catalina (Brasil). Allí se encontró con dos náufragos sobrevivientes de la expedición de Juan Díaz de Solís, que en 1516 había dejado su vida en las costas de lo que llamó Río de la Plata.

Las crónicas indican que cuando Gaboto escuchó que —antes de morir a manos de nativos poco amigables— Solís había encontrado el camino hacia una gran fuente de metales preciosos en los territorios que ahora pertenecen a Bolivia y Perú, decidió desacatar las órdenes que traía y cambió de ruta. Había sido tocado por la fiebre del oro.

Los historiadores sabían que en ese camino en busca de El Dorado, Gaboto había fundado tres pequeños asentamientos en la región del Plata: San Lázaro (hasta ahora no ubicado, aunque algunos sostienen está en la estancia de Anchorena, en Colonia), el puerto de las Naos, sobre el río San Salvador, y Sancti Spiritu, en la actual provincia de Santa Fe (Argentina).

En un artículo científico publicado a mediados del año pasado en la revista del Museo de Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), los arqueólogos uruguayos José López Mazz, Valerio Buffa, Verónica de León y Cristina Cancela relatan los antecedentes y dan cuenta de los trabajos realizados por encargo de la Comisión de Patrimonio Cultural de la Nación (CPCN) a partir del hallazgo realizado por Gómez y Quian en el San Salvador.

Luego de que los aficionados descubrieron el lugar del buscado puerto fundado por Gaboto en mayo de 1527 y empleado también por el adelantado Juan Ortiz de Zárate desde noviembre de 1573, tomaron conciencia de la seriedad del asunto y no tuvieron otro camino que cumplir con la ley y comunicar el hallazgo a la CPCN a través de Prefectura Naval.

Los investigadores de la capital no llegaron de buen humor; era el 7 de enero de 2011 y la mayoría de ellos tuvieron que interrumpir sus vacaciones de verano.
Aunque nadie lo creyó, para evitarse largas explicaciones a los burócratas de Montevideo, Gómez y Quian inventaron que el hallazgo del emplazamiento buscado desde hacía al menos 215 años se había producido mientras iban detrás de un cuchillo de pesca perdido.

Para ese entonces ya habían realizado un intenso trabajo de arqueología subacuática amateur que comenzó en los restos de un viejo saladero y curtiembre sobre la costa del arroyo Espinillo y cuyos hallazgos entregaron al museo Lacan Guazú de Dolores.

El descubrimiento del siglo XXI

«Cuando miramos el mapa y leímos los relatos, las cosas se fueron aclarando, este sí nos estaba dando un lugar razonable donde buscar», escribió Quian en una crónica publicada en www.sensaciones.org.

Aunque mucho después del intento de Oyharbide habían estado en la zona especialistas en arqueología como Antonio Toscano (1992) y Antonio Lezama (2007), el lugar exacto nunca se había localizado.

Según el relato de Quian y Gómez, la relectura del trabajo de los historiadores locales les marcó un lugar preciso: «a 2 kilómetros y medio de la desembocadura del San Salvador, aguas arriba sobre el margen izquierdo y a 2 kilómetros de la desembocadura del arroyo Olivera, aguas abajo sobre el margen izquierdo».

El texto les aportó el dato útil para un buzo con experiencia de que se trataba de un lugar de aguas profundas, y por otra parte incluía opiniones «muy adecuadas» en el sentido de que debía ser un lugar protegido del viento y apto para puerto.

«Oyharbide, nuestros más sinceros respetos, si alguien ha de tener un poco más de mérito que otros en todo esto, es usted», escribieron los buzos que, ayudados por la tecnología satelital, encontraron más sencillo cruzar la información del marino del siglo XIX con el dato fácil de conocer en estas épocas: un lugar de aguas profundas; a unos seis metros de la costa y llegando a 11 metros de hondo a poca distancia más.

Después de estudiar el material histórico recibido, los dos buzos no pudieron controlar la ansiedad y decidieron intercalar las vacaciones familiares en el cercano balneario La Concordia con trabajos preparatorios que incluyeron no poca logística: tanques, neoprenos, patas de rana, máscaras, cabos, boyas, GPS, fondeos y un bote adecuado.

La primera zambullida fue un fiasco

En lugar de un puerto encontraron una gran trampa de barro que no dejaba ver nada. Gómez, sin desalentarse, tuvo una intuición y dijo señalando un punto en la costa: «Vamos a aquel lugar, a aquella playita, allí es».

Y era

El primer dato que dejaba espacio para el optimismo fue que la playita estaba repleta de cerámicas indígenas, algo que, si bien no es tan extraño, en este caso resultó revelador.

Luego de 20 minutos de inmersión encontraron restos de un ancla y un lingote de hierro que identificaron como parte del lastre (el peso que evita el balanceo) de una embarcación. Después aparecieron trozos de vasijas, clavos forjados de barcos de la época, formones y otros elementos para reparación de maderas, hachas de carpintero de ribera, piedras de afilar y la caña de una pipa de cerámica.

Las caras de los buscadores comenzaron a cambiar de crispadas a alegres. Antes de tomar una cerveza bien helada avisaron a Prefectura.

Enclave estratégico

El río San Salvador —explica el artículo publicado por López Mazz y otros—, ubicado sobre la margen oriental del río Uruguay, es un enclave fluvial estratégico que comparte con los deltas de los ríos Paraná y Negro.

Eso explica que desde tiempos prehistóricos haya sido escenario de contactos interétnicos entre poblaciones locales y de origen amazónico.

Cuando se produjo la llegada de Caboto, deseoso de encontrar un refugio y lugar de mantenimiento para sus naves y así seguir con embarcaciones menores río arriba, en las riberas del San Salvador existía «un escenario de conflicto y violencia precolonial» que, igual que en otros lugares, los españoles aprovecharon a su favor.

En efecto, los españoles establecieron alianzas con los guaraníes y ambos enfrentaron a charrúas y guanás.

Las evidencias históricas, pero hasta entonces aún no arqueológicas, de que en la zona se habían instalado los primeros asentamientos españoles de la región llevaron a una declaratoria de Monumento Histórico Nacional en 1976. Entonces se fijó una amplia área de 10 hectáreas.

Uno de los elementos que más ayudaron a los investigadores fue un montículo de lastre que explica una actividad náutica en la zona, una vez que descartaron un naufragio. Junto al montículo, que Quian descubrió debido a su experiencia de trabajo en puertos, fueron hallados fragmentos de cerámicas identificados como contenedores de transporte ultramarino de una época determinada.

Ya en tierra, los arqueólogos emplearon un georradar, que no aportó demasiados datos, y un dispositivo magnético, que ayudó a delimitar el terreno, con apoyo de una empresa de Galicia (España).

Esos trabajos permitieron comenzar con el estudio del sitio y recuperar más de 3.000 tiestos cerámicos indígenas y europeos que —salvo la opinión contraria del historiador de Dolores Roberto Sari (ver recuadro)— no hicieron otra cosa que confirmar los estudios históricos preexistentes.

Para López Mazz no cabe duda de que mediante las técnicas arqueológicas de prospección y excavación, sumadas a los procedimientos geofísicos y subacuáticos, se logró dotar de una ubicación geográfica al conocimiento histórico preexistente.

Fuente: Búsqueda