El puente que une Maldonado con Rocha por la costa, habilitado en 2015, cambió la vida de los habitantes del lugar y pautó una cruzada ecológica en la zona.

El Beto conoce bien la laguna. Hace 40 años que está ahí, pescando. La Ñeca también la conoce bien, porque siempre estuvo a su lado. Antes eran sus hijos los que corrían por el borde del agua, ahora corren sus nietos. Antes, ver un auto era casi anecdótico, ahora el tránsito es casi permanente. El entorno cambió, las circunstancias también, pero ellos siguen allí. Ellos y la laguna.

Hace 40 años que el Beto (José Luis Pérez) y la Ñeca (Delfi Olivera) navegan las corrientes de Garzón atrás de pejerreyes y bagres. Ahí está su vida, cerca de los peces que les dan de comer. Hace la misma cantidad de tiempo que ven aparecer el sol frente a su rancho de madera, que está pintado de rojo, blanco y verde, y lo ven esconderse por el lado del mar. En la laguna, sus ojos lo vieron todo. Vieron cómo la civilización se fue acercando, con timidez, a su orilla. Cómo los complejos hoteleros empezaron a crecer allá, más adelante por la ruta que ahora está asfaltada. Cómo la balsa que pasaba autos por el agua se iba poniendo cada vez más obsoleta y molesta. Y peligrosa.

Esos ojos vieron, también, cómo un montón de proyectos que buscaban unir las dos orillas se hundían en las aguas de Garzón, casi tan fácil como lo hacían sus redes en busca de la pesca del día.
El Beto y la Ñeca lo vieron todo, y también vieron todo cuando todo cambió. Cuando después de años el puente de la laguna, un círculo gigante que llegó con la pancarta del progreso bien extendida, se concretó tras 60 años de rumores que llegaban hasta la puerta de su rancho y más allá.

Para ellos y para el resto de los habitantes de la laguna Garzón el puente cambió su forma de vida y el movimiento de la zona.

Con la inclusión del sector dentro del Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP), por ejemplo, llegaron los guardaparques. Con el asfalto, los autos, más empresarios y los emprendimientos nacionales y extranjeros, que atacaron los puntos flacos de la explotación turística del sector: la gastronomía y la industria hotelera.

Hoy, en la laguna Garzón hay hoteles flotantes, escuelas de kitesurf, paradores, restaurantes sofisticados y edificios de lujo. Y también están ellos, la Ñeca y el Beto, saliendo todos los días a pescar.

Control ambiental
Hablar del puente Garzón es remover mucho barro seco. Intereses empresariales, ecológicos y políticos tironearon durante años las dos puntas de la laguna, hasta que en 2015 fueron unidas por la estructura circular que costó alrededor de US$ 10 millones.

Por eso la mayoría de quienes residen o emprenden en el lugar prefieren no meterse en esos temas. Sobre todo porque saben que, una vez que comience la discusión, las partes nunca van a terminar de ponerse de acuerdo. El intercambio entre vecinos y familiares –a veces acalorado– nunca concluirá en si el puente benefició a los empresarios hoteleros, a los políticos, a los turistas o a ellos.

Sin embargo, sí están de acuerdo en que posibilitó la preservación de un área muy querida por todos, ya que al mismo tiempo que se inauguró la conexión sobre la laguna, esta fue incluida dentro del SNAP, y ya hace dos años que la zona está protegida con guardaparques que la custodian. Soledad Ghione, responsable de las Lagunas Costeras en SNAP, es quien lidera la pequeña cuadrilla encargada de la vigilancia de la zona, que incluye a otras dos mujeres más en el equipo.

Las guardaparques, que comparten oficina en un container a orillas de la laguna con la Policía y la Oficina de Turismo, realizan rondas diarias y están en contacto permanente con los vecinos y pescadores del lugar. Para la Ñeca y el Beto, Soledad y sus muchachas son de la familia.

Experta en temas de desarrollo ambiental, Ghione sabe que los cambios en el ecosistema que se han visto en los últimos años responden casi en exclusividad al aumento de vehículos y turistas que circulan por la zona. Sabe porque lo ve, por ejemplo, en el monte psamófilo que queda a unos tres kilómetros de la carretera. Allí, hasta hace algunos años podían verse ciervos que corrían por un paisaje que es más árido y agreste que el resto, «casi como la sabana africana», dice. Ahora es imposible encontrarse con un ejemplar.

Pero Ghione y sus dos compañeras no son las únicas que se encargan de la protección del lugar. La Fundación Amigos de las Lagunas Costeras es una organización que desde 2009 se encarga de llevar adelante acciones en pos de su conservación. Según Victoria Pereira, miembro del grupo, ellos trabajan en todas las lagunas de Rocha, pero sus focos están puestos ahora en Garzón, donde se encuentran abocados a la creación de una comisión oficial que reúna a todos los interesados en la zona –habitantes, pescadores, empresarios y políticos– para avanzar en su protección. «Actualmente en la zona no hay un plan. De hecho, muy pocas zonas protegidas del país lo tienen», asegura.

Para Pereira, que también es abogada de la organización, lo fundamental también es gestionar la planificación del sector. «Este territorio está sujeto a muchas presiones diferentes y a una doble jurisdicción de dos intendencias distintas que dificulta la concreción de los proyectos», agrega.

Además de los venados a los que hacía referencia Ghione, los peces también cambiaron sus hábitos. Los pescadores comentan, preocupados, que la sombra del puente y el cambio en algunas de las corrientes modificaron las rutas de las especies que pescan día a día. Saben que, de alguna manera, la estructura bajó la cantidad de peces en tránsito que pasan por allí. La disminución es poca, menos de la mitad de lo que pescaban antes. Pero antes sus redes estaban más pesadas.

Sobre esto, Pereira piensa que la forma del puente podría haber cambiado el curso de las aguas: «El puente, si bien es una obra arquitectónica impresionante, es incoherente para este paisaje. No hay estudios oficiales, pero sospechamos que la dinámica del agua ha cambiado por la incidencia de sus pilares».

Fuente: El Observador