Artista referente en Uruguay. Actualmente, el 59° Premio Nacional de Artes Visuales que se expone en el EAC lleva su nombre. Sobre el color, telas y el entorno, esta charla.

Miguelete y Justicia. El caos del tránsito y el murmullo de los peatones. Una puerta de hierro alta y un vidrio polvoriento. Una escalera de mármol empinada que parece conducir hasta el abismo. Un pasillo atiborrado de objetos viejos, algo que parece una caja registradora antigua verde, esculturas, marcos, el resplandor de una claraboya en un día que alterna entre sol y nubes grises. Después, la puerta de madera oscura y los pocos metros cuadrados de paredes altas tenuemente iluminados. Allí, los cuadros de Margaret Whyte conviven con bolsones que envuelven las telas de sus tapices y esculturas blandas. En un estante de telas ligeramente ordenadas una hoja blanca cuelga con un texto escrito con marcador negro: “Metáfora sobre la libertad, la soledad, el aislamiento, la transgresión del límite”.

—¿Y ese cartel?

—La transgresión del límite es mi pasión. Es lo que me gusta. El proceso. Transgredir lo más posible. Son las dos facetas. El mundo actual es tan impredecible, estamos en un borde que no sabemos si va a ser un abismo o si va a ser factible vivirlo. No solamente en el arte, en todas las índoles. Y el arte contemporáneo es efímero, nace, florece y caduca. Nace otra idea. Es muy rápido, hay que estar siempre atento a todos los acontecimientos que pasan. El arte contemporáneo es vital, hay que estar. Hay cosas que te sorprenden y bueno…

Y así parece ser Margaret. Una constante transgresión de límites en su forma de ser, de pensar, de crear y de vivir, con sus 85 años encima, con su taller recientemente mudado a ese espacio dentro de la casona de Federico Arnaud y la necesidad actual de profundizar en el concepto del alter ego.

Para Margaret siempre hay una idea inicial y un proceso. Investigar, pensar, armar esquemas mentales, por ahí plasmar un bosquejo en papel. Luego olvida todo o lo guarda en un cajoncito mental para pararse frente a un soporte o material y crear sin ataduras. Lo único que queda del proceso de investigación previa es la sensación en el cuerpo y la pulsión en las manos. Después, algo nacerá.

Ahora, cuenta, está asistiendo al curso de arte contemporáneo que dicta Fernando López Lage en la Fundación de Arte Contemporáneo. “El FAC es lo máximo en cuanto a adelantos y estar siempre en el último grito. Es importante y yo me nutro con esas clases pero igual cuando voy a hacer la obra, clausuro todo”.

Margaret dice que antes de que la palabra “burbuja” tomara el sentido casi asfixiante que le dio la pandemia, ella la convirtió en su sinónimo de la abducción que le genera estar ahí, creando.

—¿Son procesos solitarios?

—Sí, sí. Solitarios. Aunque estoy acá en conjunto, porque está Pablo Conde y Arnaud y antes fui al FAC, por 30 años, con Fernando, a mí me gusta la soledad. Paso bárbaro, se me pasa el día volando. Y ahora en esos momentos estoy pensando en el alter ego. Que es una idea sobre un concepto dificilísimo. Y tengo la idea de hacer esa instalación, creo que se va a llamar Del polvo al polvo, pero todavía no sé. Estoy pensando en esa obra nueva que me va a dar un trabajo loco. Es un tema muy difícil y desconocido. Tengo tantas ganas de empezar a investigar. Es algo tan etéreo, pero ese riesgo es lo que más me gusta, qué va a ser lo que pueda hallar. También el riesgo de que lo vea otro.

En 2020 la artista fue homenajeada por el 59º Premio Nacional de Artes Visuales que llevó su nombre y que actualmente se expone en el Espacio de Arte Contemporáneo (EAC). Le precede una lista interminable de exposiciones solitarias y en colectivo, en Uruguay y el exterior.

También la distinción del Premio Figari en 2014, la admiración de las nuevas generaciones, su trabajo inconmensurable en la FAC y un largo etcétera de reconocimientos. Pero Margaret sigue atenta a la mirada del otro. No la condiciona, pero depende de eso.

“Son obras que siempre surgen como cosas distintas y se muestran ante toda la gente que puede pensar de distinta forma. Me gusta darle un pequeño hilo conductor, y después que el propio espectador con su experiencia de vida o lo que sea juzgue, para bien o para mal”, dice. Y aunque la artista busca que su obra sea siempre distinta, hay un punto en común. Es ese aura misteriosa, oscura, inquietante, opresora y tantas veces angustiante que transmite.

El bien y el mal en su obra

Entremedio de bastidores oscuros y enormes, dentro de la habitación de techo alto y entrepiso, recostada sobre una silla vieja, Margaret parece todavía más diminuta de lo que es. Sin embargo, es ella la que ha sacado de sus entrañas esos colores que emanan muerte, abismo, crueldad, violencia. Es ella, con sus manos, la que logra esas obras de dimensiones tan grandes que no pueden colgar de cualquier pared.

“Estoy tan acostumbrada que me dicen por qué no hacés cosas chicas, pero no me encuentro en eso. Tendría que empezar”. Luego lo piensa mejor y se excusa en que la atraen temas tan inmensos que sería imposible reducirlos a un formato menor.

“La obra que hice en el EAC, en la celda, Zona de riesgo, esa instalación era sobre el bien y el mal. Qué difícil para mí poder plasmar, metaforizar, lo que es el bien y lo que es el mal. Pero siempre se me da por esas cosas. Quiero hacer cosas inéditas, que me cuesten. Mi desafío, mi riesgo, es que quiero que me cueste hacer la obra. Encontrar el tema adecuado es también difícil. Porque el mundo actual me impacta, los colores me impactan, entonces es difícil elegir una idea de tantas fantásticas que hay para absorber. Mi cabeza es una olla de grillos”.

Margaret Whyte: "El arte contemporáneo es efímero, nace, florece y caduca"

Instalación Zona de riesgo de Margaret Whyte en el EAC. Foto: cortesía Margaret Whyte.

Entre sus últimas muestras está su participación en R.I.P. Revisar. Investigar. Proponer, una exposición que se realizó en el Centro Cultural de España en 2020, donde el colectivo artístico Coco invitaba a reflexionar sobre la naturalización del sistema “normatizador y patriarcal” del campo artístico. Allí, dice Margaret, quiso exclamar “un grito de libertad, un color, un vuelco” con la obra Ser y no estar. “Es un ser pero no está presente dentro de las artes, por muchos años”.

—¿A usted le sirvió RIP para revisar cosas?

—Por supuesto. Yo estoy consciente de todo. Una está tan acostumbrada, en mi época al machismo, al patriarcado, era una cosa tan normal. Pero en el arte, me asombro, pero nunca sentí que estaba discriminada en ese sentido. Sí hice una instalación en el Blanes que se llamaba Las cosas mismas (1995). En una de las salas había una palangana antigua y me decían por qué y yo explicaba: ‘Lo que pasa es que la mujer, aunque esté abierta a participar en todo, llega a la casa, y la espera la palangana. Tiene que estar en la casa quiera o no. Es muy difícil librarse de todo eso’.

Margaret Whyte: "El arte contemporáneo es efímero, nace, florece y caduca"

La obra Ser y no estar de Margaret Whyte en la exposición RIP. Foto: CCE

Cree que el mal gana terreno y eso representa en sus dibujos, telas, esculturas o instalaciones. Antes pintaba, pero tuvo que dejarlo por problemas en las vías respiratorias. Ha tenido sus propias tragedias personales. La muerte de una hija no se compara con nada. Asimismo, Margaret Whyte resurge de toda la oscuridad y ante su mundo íntimo, en el mano a mano, entre la familia, los colegas, los amigos o los curiosos es la imagen viva de una optimista.

“No sé por qué siempre voy a analizar la parte oscura de las cosas. Pero en realidad soy una optimista en la vida cotidiana, me río muchísimo. Yo igual sigo con mi introspección y es lo que me sirve para trabajar, es lo que tenemos que hacer todos. Hacer un parate y ver las cosas importantes de la vida. No estar corriendo y viendo cosas un poco inútiles”.

Y así, pequeña y cautivadora entre la inmensidad de su obra aparentemente cruel, en el vaivén de una charla de una hora, la seriedad no dura casi nada en su rostro y en su voz que pasa de risa en risa, de broma en broma. Es como si el arte fuera el alter ego de Margaret Whyte.

 

Fuente: El País